Año 1993. La televisión colombiana emitía La maldición del paraíso. Alejandro Martínez cantaba "llevo en un bolsillo el amor / y en el otro rencor…". Los amantes de las telenovelas reían y lloraban por cuenta de María Elena Döehring, Alejandra Borrero, Pepe Sánchez y otros talentosísimos actores que protagonizaban esta y otras historias de odios y amores, tan propios de la condición humana, que podían ser vistas sin quedar salpicados de narcomiseria y vuelta hilachas la dignidad del país.
Vacaciones fin de año 2012. El destino elegido fue Roatán, Honduras, "un paraíso donde el verano no acaba", en el que los visitantes disfrutan de un hermoso arrecife coralino, aguas cristalinas y playas de arena blanca en medio de una topografía montañosa donde se hubieran soñado ser creados Adán y Eva.
Todo muy bien, hasta que apareció la maldición del pasaporte. Bastó abrir la boca y emitir un simple "buenas tardes" para que una concurrencia de molestos personajes, entre taxistas, maleteros, meseros, botones, masajistas, otros turistas y hasta los cangrejos de la playa, preguntaran todo el tiempo: "¿ustedes son colombianos?", "¿de Medellín?", "¿y no les da miedo vivir allá?", "¿y salen a la calle?", "¿y conocieron a Pablo Escobar?". Cada pregunta se sentía como innumerables pinchazos de un enjambre de jejenes encarnizados. ("Jején: m. Insecto díptero, más pequeño que el mosquito y de picadura más irritante, que abunda en las playas de algunas regiones de América").
Ante semejante asedio, entre la rabia y la decepción, entonar muchas veces un discurso defensivo incluyendo a Juanes y a Shakira, el café, la industria textil y el liderazgo en los trasplantes de órganos, no bastó. Hablar de Medellín como una de las tres ciudades más innovadoras del mundo, de su sistema integrado de transporte, de la excelente oferta hotelera y de las grandes empresas afincadas en su territorio, fue inútil. Sólo querían saber de mafiosos, prepagos, cocaína, bombas, balaceras y muertos.
Provocaba exiliarse en la habitación del hotel, tragarse la lengua para que el acento no atrajera más chupasangres morbosos y emprender el regreso sin terminar el paseo.
Esa es la imagen de Colombia en Roatán, un paraíso perdido en el mar de Honduras donde están convencidos de que Pablo fue un santo y ahora hace milagros. Y también en las grandes ciudades del mundo donde han sido vendidas las mil narconovelas que producen los canales privados de la televisión, tan ambiciosos, tan cínicos y tan centrados en un único objetivo: embolsillarse las millonadas sin ocuparse de lo que generan sus contenidos. Aparte del interés económico, ¿qué hay detrás? ¿Por qué no paran?
La televisión no causa el problema, pero lo difunde, deseduca y antoja a futuros delincuentes alienados por producciones donde se ve que es fácil hacerse millonario apretando un gatillo y perpetuar un negocio ilícito, tan oscuro como la sangre que se seca a diario en el pavimento de nuestros barrios.
Ojalá hubiéramos enterrado a Pablo el día de su muerte. El narcotráfico no hubiera desaparecido de Colombia ni de la faz de la tierra, pero tal vez esta marca que trasciende fronteras no sería, como ahora, una maldición de nuestra realidad y de nuestro pasaporte.
Gracias, Caracol y RCN.
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