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La mochila y el girasol

07 de noviembre de 2009
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A él le gusta caminar. Cuando digo caminar estoy hablando de miles de kilómetros. Hace unos años fue hasta Tierra del Fuego, en el extremo sur de Chile. Recorrió el camino a pie, en bicicleta, en bus. También, casi tocando el cielo, en un avión de combate de la Fuerza Aérea de Perú. Volvió a Colombia después de cruzar Los Andes varias veces y viajar por pueblos y ciudades de Argentina, Uruguay y Brasil.

Llegó por el río Amazonas. Vino con la misma mochila con la que yo lo había visto irse tres años antes. Lo trajeron unos pilotos en la bodega de un avión carguero que transportaba pescado de Leticia a Bogotá. Como había perdido su pasaporte, lo dejaron en una de las cabeceras de la pista del aeropuerto Eldorado. Volvió como se fue: caminando y pasando cercas.

Este año volvió a partir. Se fue por la frontera de Colombia y Venezuela, con la intención de llegar hasta Guyana y después seguir hacia el sur. Durante varios días lo vi preparando su equipaje.

Fue una ceremonia larga. La presencié con un poco de envidia. Pesaba cada cosa que iba a llevar. Como además de viajero ha sido sembrador de árboles, nos despedimos sembrando un cámbulo. El cielo de la tarde estaba azul. Conversamos hasta la medianoche oyendo bajo las estrellas los cantos de los grillos.

Al día siguiente encontré sobre una silla una bolsa con las últimas cosas que había decidido dejar. También, una hoja arrancada de una libreta, con una carta y esta historia, copiada de su puño y letra:

"Hay en el campo del Mayab, entre todas las flores sencillas y las hierbas buenas, esa flor alegre del girasol, que es redonda y amarilla y parece que alumbra en el monte. Aquella flor que parece que te está mirando, no es a ti a quien mira, sino al divino Sol. Pero si ella no mira lo de abajo, tú miras lo de arriba en ella. Para eso te ha sido dada. Para que te acuerdes de la luz que no puedes mirar sin deslumbrarte. Apenas la boca del día se abre para tragarse la noche, el girasol levanta su frente y se pone a mirar la luz de arriba.

Fija en ella está y la sigue contemplando todo su camino. Parece que esa flor humilde ha llegado a tener la figura del Sol porque no mira más que a él y a él se parece. Siéntate delante de ella y levanta tu espíritu a pensar, mientras la estás mirando. Ve cómo la flor se abre y se pone a recibir el amor caliente y claro que baja sobre ella y parece que no está para otra cosa, en medio de todo lo que hay sobre el mundo. Verás cómo se dobla y da la vuelta, poco a poco, para estar mirando al Sol que resplandece.

Verás cómo luego, cuando se acuesta el día y entra en el aire la oscuridad, ella se cierra y se recoge para guardar la luz que ha recibido. Míralo bien y apréndelo. Y cuando encuentres en tu paso esta flor dichosa no la arranques sino acaríciala con amor y suspira lleno de ternura. Y si algo quieres procurar, procura ser dentro de ti como ella es, y proponte hacer en tu corazón lo que ella hace".

Al final de la hoja, escribió estas notas: "La historia del faisán y del venado. Códices indígenas mayas de Chichén Itzá. Traducción de Antonio Mediz Bolio".

Busqué en un diccionario quién era el traductor. Decía que nació en Mérida, en la península de Yucatán, México, en 1884. Decía que fue hombre de leyes y de letras y que dedicó su vida a buscar las huellas de los antiguos libros de los mayas.

Han pasado algunos meses desde ese día. Mi amigo se fue para Venezuela por el camino de los indios muertos. El mismo que nos une y nos separa desde la Guajira hasta el Orinoco.

Yo me quedé muy preocupado por su suerte. El Sol se fue no sé adónde. Se lo llevaron. A cambio, nos dejaron esta lluvia y este cielo gris. Cuando lo miro, pienso en los girasoles.

Hace unos días, él me llamó por teléfono desde Venezuela. Me dijo que no hiciera caso de las noticias. Que estaba en una playa del Mar Caribe. Que había sol. Que iba para Guyana caminando y pasando cercas, como la primera vez, y que no había tenido ningún problema en el camino a pesar de ser colombiano.

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