Vigésimo noveno domingo ordinario
"Los fariseos y los herodianos enviaron unos discípulos a preguntar a Jesús, para comprometerlo: ¿Es lícito pagar impuesto al César? Él les dijo: Mostradme la moneda del tributo". San Mateo, cap. 22.
Desde la ascética, y también desde la sicología comprobamos que todos tenemos una cruz. Es decir, algo que nos pesa y a veces nos tortura, aún en medio de exitosas realizaciones, de positivos acontecimientos.
A la Iglesia, es decir a la comunidad de los discípulos de Cristo, le sucede otro tanto. A través de la historia debe cargar a cuestas con la institución. Ese andamiaje externo, sin el cual no puede existir ni avanzar sobre el planeta tierra. Sin embargo, de cuando en vez ha de examinar sus compromisos y estructuras, para verificar si corresponden o no con el proyecto de Jesús.
En teoría todo ello es muy claro. Pero a la hora de actuar, la Iglesia ha confundido muchas veces el Reino de Dios con el mundo. Ha mezclado su tarea de salvación con otros muchos menesteres.
Los fariseos y los partidarios de Herodes enviaron algunos discípulos a interrogar al Maestro. Querían ponerlo a prueba y lo hacían sobre un terreno muy concreto, cargado a la vez de contenidos: El tributo al César. Una imposición que lesionaba el orgullo patrio. La alianza de Yahvé con su pueblo.
Comienzan los enviados con una alabanza que de entrada, indispone a Jesús: "Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios". Para luego añadir: "¿Es lícito pagar el impuesto al César o no?".
El sistema fiscal romano, vigente en Israel, incluía un impuesto religioso, que se pagaba en moneda judía, en siclos. Además un impuesto civil. Y otros tributos que financiaban, en parte, la permanencia de las tropas romanas en Palestina.
La pregunta ponía al Señor en un peligroso dilema: O estaba con su pueblo, y los romanos lo tacharían de subversivo. O estaba con los invasores.
Jesús pide que le muestren la moneda con que se pagaba el tributo, en la cual se miraba la imagen del emperador. Y luego declara: "Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César". Un principio irrefutable, pero que no resuelve de inmediato todos los casos prácticos.
Porque las cosas de Dios y las cosas del César conforman las dos mitades del Reino de los Cielos, que a veces se confunden. El Reino no se identifica con las estructuras económicas y sociales. Pero subsiste, pervive dentro de ellas, aunque procurará sanarlas, promoviendo los valores del Evangelio: Respeto la vida, rechazo a toda injusticia. Ayuda generosa a los más débiles.
Jesús les responde a quienes lo tentaban: Ya ustedes han aceptado de hecho este tributo, pues usan esta moneda para otras transacciones, sin miedo a contaminarse ante la Ley.
Pero a la vez el Señor nos deja una tarea: Que en cada momento, en cada actitud nuestra, brille y alumbre la intención de edificar el Reino de Dios sobre esta tierra. Aquello mismo que san Ignacio, según José María Pemán, aconsejaba a Francisco de Javier: "Hacer que tu vida sea, sin mancha de error ni mal, como un perfecto fanal en el que no se adivina en dónde el aire termina y en dónde empieza el cristal".
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