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Los caballos viejos

  • Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
    Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
27 de agosto de 2010
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No se me borrará nunca de la memoria la escena: el anciano se subió a la buseta con dificultad, como suplicando una mano bondadosa que le ayudara a pasar por la registradora. Casi se cae. Estos buses y busetas de Medellín parecen mulas retrecheras. Al primer zurriagazo corcovean y brincan y los pasajeros se ven lanzados irremediablemente contra los asientos o sobre los pasajeros apretujados en los pasillos.

Arrancó, pues, la buseta y los setenta y cinco años de este anciano (esa, supuse, era su edad) fueron zarandeados sin misericordia hasta que se desgonzó, como un bulto que se descarga torpemente, en un asiento de la parte de atrás. Al sentirse observado por los demás pasajeros, se le dibujó una mustia sonrisa entre las arrugas de su cara y, como disculpándose de que la sociedad lo tratara tan mal, simplemente anotó: "Uno ya no oye ni ve; como los caballos viejos".

Evoco este recuerdo en la última semana de agosto, el mes dedicado a los ancianos, eufemísticamente llamado el mes del adulto mayor. ¿Por qué ese miedo a hablar de viejos, si eso somos cuando ya hemos llegado a la ancianidad o para allá vamos irremediablemente si Dios nos da vida y salud?

Recordé lo de los caballos viejos, a que hizo referencia el viejo de la buseta, porque no sé si el lector sepa que del vocablo latino " vetus " (anciano, viejo), de donde viene el diminutivo " vetulus ", que da origen al adjetivo español "viejo", procede también, por un lado "veterano", que era el soldado ya retirado de la milicia, y "veterinario", que era el encargado de cuidar las " veterinae ", llamadas así las bestias de carga, "que eran animales viejos, impropios para jinetes", como dice Corominas.

Desde niño me han impresionado los caballos viejos y estoy seguro de que a muchos lectores también. Rodeados de un halo de grandeza desleída, de apagados vigores, de fuerzas garañonas ya desvanecidas, alimentando tal vez en su testuz recuerdos de amor brutal y potente. Esos caballos viejos eran como sombras familiares. Nos dolía ver al que se quedaba solo, deambulando solitario por los alrededores de la casa, en el campo, inútil, inservible, buscando cercanías y caricias. Todos, unidos en una extraña ternura avergonzada, esperábamos a que se murieran para no tener que llamar al veterinario (recuérdese su origen: era primitivamente el encargado de los caballos viejos) para que los finiquitara (era infame hablar de matarlos) y así no tener que seguir viéndolos desmoronarse sin remedio.

Supongo que el lector ya ha sacado la moraleja de mi historia. La escena de la buseta, que no es inventada y fue vista con estos ojos que hace tiempo usan bifocales, es la más real y descarnada descripción de lo que es la vejez en nuestro medio. Mejor de cómo trata nuestra sociedad a los ancianos: como a los caballos viejos.

No se puede ni se debe generalizar. Hay viejos que gozan de una feliz ancianidad, rodeados y queridos de sus familias, con buena atención médica, con suficientes medios para soportar o paliar el normal deterioro de los años. Pero los hay, y muchos, que son tratados por la sociedad y por las instancias gubernamentales, como simples táparos que no sirven para nada, hundidos en una soledad amarga, desesperanzada, que bordea el abandono, la enfermedad y el olvido.

Aunque se usen eufemismos, como eso de hablar de la tercera edad (que no por ser la tercera deja de ser la última), se lancen programas de atención especializada y los tratamientos gerontológicos alivien la situación, en muchos campos y en muchos sectores, la sociedad sigue mirando a los viejos como a los caballos viejos. Con ojos de "veterinario", y uso la palabra en alusión a su origen etimológico, sin menoscabo del noble y digno ejercicio del profesional que cura las enfermedades de los animales.

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