En una de mis caminadas por la carretera Las Palmas, mis pasos coincidieron con los de Camilo. Después de los buenos días, haciendo alarde de su marcha, me instó a que adivinara su edad. Le puse cuarenta, advirtiéndole que exageraba. Pero tenía cuarenta y siete, y no los aparentaba. Mostraba todavía los cachetes rosados de la gente oriunda de climas fríos.
Luego empezó a contarme de dónde venía, a dónde iba y cuántos kilómetros caminaba cada día para llegar a su trabajo. Venía de la parte alta del barrio Caicedo y se dirigía a las cercanías del nuevo Colegio San José. Pensé que su trabajo estaba en la reparación del derrumbe de la vía, pero, cuando se lo pregunté, giró para responderme, no sólo con palabras, sino también con un gesto de ojos abiertos como para echarles gotas: trabajo con un "chupa-sangre".
Era la primera vez que escuchaba esa expresión, para referir a "esos que se enriquecen con el trabajo de uno". Me dijo que por estos días tenía dos semanas de trabajo, mal remuneradas, y que no lo ocupaban más de quince días consecutivos, que venía caminando desde su casa porque no se podía dar el lujo de gastar noventa mil pesos que valían los transportes, que más los necesitaba para el sustento de sus cuatro hijos.
Deprime enterarse, en historias como ésta, de la forma como muchos empresarios exprimen a ese ejército de familias, en este caso, campesinos de Granada que, escupidos por el campo, buscan mejores oportunidades en la ciudad.
Se ha incrustado en nuestra cultura eso del que vive de otros, que consigue estatus social, holgura en sus finanzas y comodidad, a costa del trabajo de los que no se podría decir lo que leemos de enormes barcos chinos, empresas flotantes, donde trabajan sólo por la comida, porque ni para eso alcanza la pírrica y esporádica remuneración que reciben.
Conozco otras historias al revés, desafortunadamente son pocas, de quienes tienen frentes de empleo y han logrado una conciencia social justa y equitativa, gente que, cuando los beneficios de su empresa van más allá de lo esperado, son capaces de compartir los excedentes con sus empleados, que saben que lo que llega a sus arcas no es sólo por su capacidad de emprendimiento, sino también por el equipo humano que les permite ser exitosos. Entonces tienen la ética de la reciprocidad, del juicio justo del que sabe compartir lo que con otros ha ganado.
Esas conciencias solidarias acompañan seres más tranquilos, son patrones que duermen mejor, porque no tienen remordimientos que los ronde en la vigilia de la noche, tienen menos arrugas en la frente y no hablan solos mientras van por la calle. Como canta María Elena Walsh, tienen sueño natural y no de pastillas.
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