Cuando presenciamos por televisión las escenas de la cumbre de presidentes de la región en Santo Domingo, después de la performance de Chávez fue pasmosa la capacidad de Uribe de sacudirse la rabia, bajar la adrenalina y salir volado a abrazarse con todos los que lo habían atacado y ofendido. Lo vimos pasar en segundos de estar preparándose para el ataque a darles palmaditas en la espalda a sus enemigos.
No debe ser una equivocación pensar que los colombianos que lo estaban viendo estaban admirados no solamente de su carácter sino también de su cintura. Sin esa flexibilidad no se hubiera solucionado el impasse con Venezuela ni hubiéramos podido quitarle el fulminante al problema con Ecuador.
Pero ese no es el mismo Uribe que opera en Colombia. El de acá es beligerante, no es flexible y no está tan dispuesto a aceptar los gestos conciliatorios de sus adversarios. Con ellos se muestra implacable, aunque ha sido generoso con enemigos como el ELN (tal vez demasiado generoso, hasta que se le agotó la paciencia).
En situaciones extremas como la que se estaba vivienda antes del afortunado rescate de los secuestrados, se echa de menos el Uribe internacional que deja que Chávez le haga chistes o que tolera la soberbia de Correa, porque en Colombia no está dispuesto a dejar pasar nada. A pesar de ser abogado y de tener muy claras la Constitución, las leyes y la separación de poderes, no ha vacilado en desafiar a la justicia y amenaza con llevar el asunto al pueblo.
A pesar de que la Corte Constitucional dejó incólume la legalidad de su segundo mandato, ha vacilado entre insistir en el referendo o aceptar el respaldo implícito que le brindó esa Corte con esa decisión. En el exterior, el Presidente conserva su carácter pero está dispuesto a transar.
¿Por qué la diferencia de comportamiento entre los dos uribes? Quizás se trata del ejercicio del poder. En Colombia Uribe tiene el sartén por el mango, el respaldo del 85 por ciento de quienes responden las encuestas y cuando a la gente le preguntaban que quien podría reemplazar a Uribe no sabía qué responder antes de que apareciera Íngrid a acompañarlo en la cima de la popularidad (o de que se posicionara Juan Manuel Santos como un posible sucesor).
También es posible que Uribe sienta que se debe a su público, que el pueblo que lo respalda espera que actúe así y por eso el Uribe de allá es obsecuente y el de aquí es imperial.
Pero ese mismo pueblo le está dando altas calificaciones a la Íngrid Betancourt que regresó del cautiverio, no solamente por solidaridad o por la simpatía que despierta por el calvario que le hicieron vivir los de las Farc, sino porque está predicando un evangelio de perdón y exhibiendo una placidez en español, francés e inglés, una indiscutible inteligencia y madurez que también seducen. Un mismo pueblo le premia a un líder su agresividad y a la otra su dulzura.
En un mismo día sigue a un hombre por su arrojo, su tozudez, su carácter recio y su preferencia por la controversia, al tiempo que le atrae una mujer que está dispuesta a sepultar su odio y que parece haber escogido la senda del perdón y la persuasión.
Es tentador sucumbir a una hipótesis freudiana sobre el padre y la madre para explicarlo, pero quizás sea más productivo decir que una síntesis de esos atributos posiblemente permitiría la transición de un estilo de gobierno personalista y autoritario a uno que se apoye más en las instituciones para alcanzar los mismos fines.
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