Leí la extraordinaria crónica de Juan Manuel Ruiz titulada "Pobres vergonzantes". Al hacerlo no pude dejar de pensar en mi amigo, ya fallecido, Víctor Renán Barco, senador caldense. Con él charlé largas horas sobre economía y literatura y fue a la primera persona a quien le escuché hablar de las familias vergonzantes, tan comunes en cualquiera de las ciudades del país. El Diccionario de la Real Academia Española la define como aquellas personas que se encubren por vergüenza.
Se refería a aquellos ricos que lo tuvieron todo y, de un momento a otro, se quedaron sin nada. Esos que se avergonzaban ante los demás y a toda costa mantenían las apariencias. Aún así debían enviar a alguien de su confianza a comprar a la tienda de la esquina un plátano y una librita de arroz; es decir, subsistir al día a día.
Lo que no sabía, como lo sostuvo Ruiz en su crónica, es que esta situación es tan antigua "que en el siglo veintiuno, entre los vergonzantes, hizo carrera la frase: comer boñiga pero eructar pollo". En la Segunda Guerra Mundial, mientras Hitler bombardeaba a Berlín, fueron los primeros vergonzantes quienes se ocultaron para "gorriar" la comida, intercambiar maquillaje y prestarse ropa.
El senador Barco, quien conocía como ninguna otra persona la idiosincrasia de las gentes de la región del Eje Cafetero, me decía que como consecuencia de la caída de los precios del café en la década de los años 90, muchas familias propietarias de grandes fincas tuvieron que vender sus propiedades.
No se atrevieron a vender sus lindas y grandes casas. Primero, porque tenían que aparentar que seguían siendo de estrato alto y así continuar yendo al club de Manizales a tomar el té con sus amigas. Segundo, porque simplemente el ser grandes morosos del impuesto predial no les permitía vender sus casas. Una de las personas entrevistadas por Ruiz dice que "es muy cruel vivir así"; y afirma que su error fue no haberse pensionado.
Entonces se explica pero no se justifica por qué muchos ricos, o más bien pobres ocultos, están afiliados al Sisbén. Otros más prevenidos se blindan y empiezan a cotizar al Seguro Social, en otras palabras, son ricos pensionados por el Estado.
Algo semejante le ocurrió a un buen amigo mío, cuando entró en desgracia económica y no podía apartarse de su rol ante la sociedad antioqueña. Él, luego de asistir como un dandy inglés de corbatín y sombrero al Club Unión, salía a hacer tamales en su casa. Finalmente no soportó las deudas y tuvo que refugiarse en un asilo en uno de los barrios pobres de Bogotá. Ninguno de sus amigos sabe del paradero de este gran hombre.
Otra de estas personas que menciona Ruiz en su crónica, es a una señora que vive en una lujosa casa de un barrio residencial en Manizales. Lo paradójico es que asiste a un programa especial creado con un título fascinante: "para personas divinamente venidas a menos". La mencionada persona acude al comedor con un gesto que le imprime una mínima dignidad: lleva sus propios cubiertos de plata.
No todos estos vergonzantes son tan valerosos como para levantarse un día y hacer algo por cambiar esta situación. Prefieren dejarse morir lentamente pues, se niegan a acudir a un centro de salud del Estado: Así lo hizo mi tío Emilio, se encerró en su pieza y no volvió a dar la cara después de que quebró y fue abandonado por su esposa. Lo encontraron muerto y debajo de su cama hallaron también envases vacíos de gaseosa y panes duros. Murió de hambre.
Remata el cronista con una pregunta-respuesta que deja mucho qué pensar: si esos son los pobres de ahora, ¿qué pasa con los pobres pobres? "Son miserables", se responde.
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