No viven, sobreviven... Los despierta todos los días la necesidad de buscar algunos pesos para comer. Sea vendiendo en un semáforo, cargando una pesada carretilla con plátanos o frutas, ofreciendo a tientas lo que otros desechan en un bazar del rebusque o echando cuentos naturistas para curar los males del cuerpo, aunque el bolsillo duela más.
Son la legión de quienes subsisten del centavo al día en Medellín. Son parte de los 727.000 habitantes del Valle de Aburrá que el Dane califica como subempleados, de los cuatro de cada 10 trabajadores que en la ciudad buscan ingresos por su propia cuenta.
Son un ejército entero de la economía informal de Medellín, la ciudad con la mayor desigualdad del país, según concluyó el año pasado la Misión para el Empalme de las Series de Empleo, Pobreza y Desigualdad (Mesep). El coeficiente Gini, que mide la diferencia de ingresos entre ricos y pobres, es de 0,53, donde uno corresponde a que solo una persona tiene todos los ingresos y el resto ninguno.
Incluso una investigación realizada en 2009 y por la Corporación Región y la Escuela Nacional Sindical (ENS) concluyó que 368 mil personas de Medellín se encuentran en condiciones de indigencia (ganan menos de 124.000 pesos al mes) y más de 1,3 millones están por debajo de la línea de pobreza (perciben menos de 187.000 pesos).
La sociedad del semáforo
Pero las frías estadísticas no develan lo que es para Luz Mila Franco Valencia, a sus 64 años, trabajar más de 10 horas diarias para conseguirse entre 7.000 y 10.000 pesos vendiendo chicles y bolsas de basura para los carros.
Esa es su rutina desde hace 15 años. Todos los días, desde las seis de la mañana. Vadea con dificultad los carros en el semáforo de la avenida El Poblado con la Loma de Los González. El sol cae con fuerza sobre sus canas, la piel de su frente se enrojece. Ella es parte de los 15 venteros ambulantes que hayan su ingreso ofreciendo desde mangostinos hasta accesorios para celular en los 55 segundos que tarda en cambiar el semáforo de rojo a verde.
"Somos como una familia, y los muchachos son muy queridos. Cuando no hago ni lo de los pasajes, me los regalan", cuenta Luz Mila que el viernes celebraba que alguien le había regalado 12.000 pesos. "Hoy comeremos carne por la noche", dice con una sonrisa.
La necesidad, pesada carga
Al otro lado de la ciudad, en el barrio Moravia, Carlos Mario Malaver (viudo, desplazado, 41 años y 5 hijos) empuja una carretilla de 100 kilos con 700 plátanos y 300 bananos. Si los vende todos, después de un recorrido de más de 10 kilómetros que cruza desde las lomas de Castilla hasta las de Aranjuez, le quedarán 30.000 pesos. Y hace cuentas: "diez mil pa' la comida, otros diez para el arriendo y lo que quede para la cuota del paga-diario, esa culebra es dura de matar", comenta con resignación antes de seguir ofreciendo siete plátanos en mil pesos con su rudimentario amplificador hecho de una batería y un megáfono viejo.
Le da pena aceptarlo, pero a veces engaña al hambre del mediodía con un banano para tener con qué comprar los huevos que acompañen el arroz de cada noche. Pero eso no le quita su sueño de tener una legumbrería. Por ahora, seguirá empujando la misma carretilla, como en los últimos cinco años.
El bazar del rebusque
Pero si de sobrevivientes de la economía del centavo se habla, el llamado Bazar de los Puentes, contiguo a la estación Prado del Metro, es la meca. Son 547 locales, en tres pabellones donde se vende hasta lo inimaginable entre chécheres, segundas y hasta terceras: una camisa en 2.000 pesos, una mano de muñeca, un teléfono viejo, un candado en desuso, un computador portátil repotenciado como los que arma y desarma Gabriel Jaime Álvarez Yepes a sus 52 años.
Administrador de empresas (la suya quebró), poeta, nadaísta y técnico en mantenimiento de computadores, buen conversador. Su local de dos por tres metros es un enjambre de cables, parlantes, partes de computadores en desuso que en algo o nada podrán servir a los de esta época.
Pero persiste, como lo ha hecho desde hace seis años que se instaló en medio de negocios de reparación de electrodomésticos, ferreterías y venta de celulares usados.
De un portátil que compra en 50.000 pesos saca las piezas para ensamblar otro que puede vender en 300.000, si la suerte lo acompaña, eso sí, ofreciendo garantía.
"Antes me hacía al mes hasta dos millones, ahora llegó a la mitad, pero me sostengo, ahora los jóvenes arreglan por su cuenta los computadores", comenta mientras aguarda que caiga algún cliente en su local.
Que comience la función
A unas calles de allí, en el Parque de Berrío, César Mazo, más conocido como el 'Indio Orión', expone todos los días a las 8:30 de la mañana, los dotes de culebrero que le han dado de qué vivir en los últimos 25 años de los 45 que tiene.
Su misión: demostrar que la sábila lo cura todo y por eso su público espontáneo tiene que comprar un libro de 10.000 pesos con las fórmulas naturales para centenares de enfermedades. Y de eso vive.
"No me regale una moneda, porque usted sin darse cuenta desprestigia mi trabajo", advierte, con una penca de sábila en la mano y un cuchillo en la otra. Minutos más tarde hará una bebida y dará de comer en cascos a su público cautivado con su retahíla de exageraciones, chistes repetidos y afirmaciones como que "el colesterol es el cáncer del mundo entero". A esa función él las llama "conferencias".
El viernes, dice él, que le fue mal, después de su exhibición solo vendió ocho libros. Sus dos hijas, ayudantes del espectáculo, saben que pudo ser peor. "Esto a veces se pone duro, pero la ventaja es que los enfermos nunca se van a acabar", dice una de ellas.
Después el Indio Orión alardeará de sus viajes por varios países de América, de lo bien que le va, de los milagros curativos, pero nunca responderá cuánto se gana al mes: "Ese es un secreto profesional, mi amigo", concluye antes de recoger presuroso la utilería de su demostración al llegar Espacio Público. Fin de la funciónn
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