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Mañana, 32 de diciembre

  • Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
    Ernesto Ochoa Moreno | Ernesto Ochoa Moreno
30 de diciembre de 2011
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Porque si hoy, último día del año, es 31 de diciembre, mañana podría ser, debería ser, el 32 de diciembre. Como quien dice, un día después del tiempo. O el primero de la eternidad.

¡32 de diciembre! Una fecha para sustituir el primero de enero y que, por supuesto, no es de mi invención y autoría, sino que tomo prestada de un conocido libro del sacerdote español, ya fallecido, José María Cabodevila (1928-2003) que fue publicado en el ya lejano año de 1966.

Y que, leído en el distante recodo de una juventud que ya empezaba también en ese entonces a resbalar hacia lo irreparable, todavía (el libro, no la juventud, claro) me acompaña con reminiscencias y ecos de esa primera lectura.

"32 de diciembre: la muerte y después de la muerte", se titulaba la obra que cargo en mi escárpela de recuerdos idos y que trata, como bien se ve, sobre el morir, esa angustiosa realidad que se enreda entre los conceptos del tiempo y la eternidad.

Temática que, por supuesto, sea que se haga referencia a la muerte o no, tampoco disuena en el final de un año y el comienzo de otro, cuando disimulamos con balances y resúmenes un pensamiento tan desasosegante y perturbador como el misterio del tiempo.

Me refugio, pues, "a solas conmigo mismo", como decía Lope de Vega, en esta soledad que se remansa de silencios profundos bajo las ceibas que me dan sombra.

Y advierto que, al aquietarse uno, puede controlar todos sus sentidos, menos uno: el olfato, que me lleva a dejarme penetrar por el aroma del tiempo.

Huele a cirio encendido, a incienso quemado, en esta frontera del tiempo y la eternidad que es el último día del año. Son aromas que se pegan a la piel. O al alma.

Experimentar la fugacidad de la vida es como encontrarse, de un momento a otro, en un templo vacío.

Por eso, por más esfuerzos que hagamos para eludir la trascendencia, la vivencia del tiempo tiene un matiz religioso. Dios anda por ahí, merodeando.

La referencia a Dios es insoslayable detrás del ruido, de la música, del licor, de los bailes, de la alegría o de la tristeza -que también se enreda en este día en los rincones de la existencia- del año viejo o del año nuevo.

Desde la fe o desde el ateísmo, desde la credulidad sembrada de supersticiones o desde el escepticismo con poses de cansada soberbia, el aroma del tiempo quemado es también aroma de eternidad.

Pero al hablar de muerte y eternidad no nos dejemos enredar por dicotomías y conceptos contrapuestos. Tiempo y eternidad son realidades distintas, pero no opuestas.

Es más, de tal manera se imbrican en la vivencia del ser humano, que en sana escatología la eternidad empieza ahora, aquí, en el tiempo. Y éste se hace plenitud en lo eterno.

En este día que antecede al 32 de diciembre, en vísperas de la eternidad (todos vivimos en las vísperas de la eternidad), en vez de embriagarnos enfermizamente con el aroma de incienso quemado de la nostalgia, olamos a fondo las rosas que nacen cada día. Tan bellas por efímeras.

"Efímero -le dijo el geógrafo al principito de Saint-Exupéry- significa que está amenazado por una próxima desaparición".

" Menacé de disaparition prochain ". Tal vez sea mejor traducir este "menacé de?" como: "a punto de". Ser efímero es estar a punto de desaparecer.

Eso pienso en este 31 de diciembre.

¡Qué bella, aunque dolorosa es la fugacidad en esta orilla del tiempo! Ser efímero es estar amenazado de eternidad.

Estar a punto de ser eterno.

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