Los tiempos cambian y las sociedades se transforman con ellos. El concepto que se tiene de familia ha ido modificándose por la liberación femenina, la aceptación de las libertades individuales, el divorcio como una institución aceptada y no juzgada, y la distancia que separa a la religión de la sociedad y el Estado.
El núcleo familiar es hoy determinado por las personas que uno decide, no las que le tocan, y aunque los legisladores se han esforzado por ir a la velocidad de esas transformaciones sociales, todavía el rezago jurídico, en unos temas, es demasiado grande.
En los derechos de los homosexuales es que está uno de los mayores atrasos. Las leyes educan a la sociedad, además de otorgar derechos y reconocer obligaciones.
Las nuevas generaciones deben formarse en la conciencia del matrimonio igualitario, como lo hacen ahora con otros derechos que antes no existían, como el voto femenino y la igualdad de raza.
Esa es la manera como avanzan históricamente las civilizaciones. No quedándose en tradiciones obsoletas y conservadoras, ni imponiendo dogmas que no corresponden a las necesidades sociales.
El orden jurídico actual consagra el respeto a la libertad y a la dignidad de las personas, en condiciones de igualdad, sin discriminación y con alcance universal. Su violación no reparada compromete el desarrollo de la sociedad. Se trata, en últimas, de la vigencia de los derechos humanos.
Ahora bien, el derecho a tener derechos no puede darse por logrado con su sola legislación. Para que sea realidad deben adoptarse las medidas necesarias para que todas las personas puedan decidir sobre su orientación sexual y ejercer otros derechos protegidos, como el de casarse, adoptar y formar familia.
Es un tema social y no sólo jurídico.
El principio de la igualdad les da a quienes carecen de poder, un derecho que tiene como objetivo corregir los desequilibrios sociales. Por eso es que el principio de la no discriminación es una piedra angular para el desarrollo y ejercicio de los derechos humanos de toda la sociedad, no de una parte de ella.
Colombia tiene una tarea pendiente en relación con el reconocimiento pleno de derechos a los homosexuales. Una deuda que se saldaría con la adopción de una legislación progresista, que permita el acceso a los derechos y restablezca la igualdad cercenada.
El tema está en la realidad pero el derecho no lo acepta. Y no sólo eso, sino que lo estigmatiza por la historia y tradición religiosa y solapada de nuestra sociedad.
Víctor Hugo dijo que nada hay más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Y es precisamente esto lo que pasa con el tema del matrimonio homosexual y la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Luego de muchos años de ser un tema tabú, es necesario abrir un debate, sin tradicionalismos ni elementos religiosos, que conduzca a la inclusión de esas normativas en la legislación colombiana.
Otorgar ciudadanía plena a quienes no la tienen por ejercer su derecho a la orientación sexual es construir democracia.
Una sociedad que quiera evolucionar debe aplaudir que todas las creencias comparezcan en la esfera pública. En todo esto la Iglesia Católica puede hacer un gran aporte. Pero para estar a la altura, los líderes religiosos deben hacer mayores esfuerzos de racionalidad, y a la hora de comunicarse con los ciudadanos, creyentes y no creyentes, entender el mandato que surge de las necesidades sociales.
Los principios evangélicos no pueden ser el punto de partida de la discusión de los derechos de los homosexuales. La Iglesia ha perdido contacto con la realidad y con las necesidades sociales. Lo grave es que también lo pierdan el derecho y la legislación.
Eso no se puede permitir.
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