Llevo en el cajón de las alegrías de la memoria el día en que Ana Mercedes Gómez me abrió las puertas de EL COLOMBIANO. Terminaba un azaroso proceso de paz que ella ayudó a forjar con su inteligencia y su bondad. En Flor del Monte, Sucre, se firmaba el acuerdo entre el gobierno nacional y la Corriente de Renovación Socialista, una disidencia del Eln.
Estábamos en abril de 1994. En septiembre de 1993 el Ejército Nacional había asesinado a dos de los negociadores de la Corriente en el corregimiento de Blanquicet, municipio de Turbo, en la zona de Urabá.
Las negociaciones estuvieron a punto de romperse. Se salvaron con la intervención de una comisión de personas de buena voluntad que investigó los hechos e hizo recomendaciones al gobierno de César Gaviria Trujillo. Allí estaba Ana Mercedes.
La conocí en ese trance amargo. Yo hacía parte del grupo de negociadores del grupo insurgente. Afrontaba la gran incertidumbre sobre mi futuro. Se me ocurrió decirle que sería fabuloso si pudiera escribir una columna para su diario. Me contestó que solo si escribía bien y sobre temas de interés para los lectores tendría alguna posibilidad.
Después de muchos meses le envié la primera columna. Me pidió que siguiera y entré al oficio de opinar sobre el acontecer nacional. Dada su aprobación, en estos años he tenido la ilusión de que escribo bien y lo que digo le sirve a mi país. Es un regalo sin par que recibí sin merecerlo.
Después me percaté que esa contribución a la paz de un grupo insurgente y esa apertura hacia una persona que venía de la guerra, no eran hechos aislados. Ana Mercedes ha dedicado una parte de su vida a buscar la reconciliación entre los colombianos.
Seguí sus pasos cuando hizo parte de la Comisión de Notables que buscaba superar los obstáculos que atravesaron las negociaciones entre las Farc y el gobierno de Andrés Pastrana en el Caguán. La vi participar activamente en varios intentos de paz realizados por el Eln.
He admirado una y otra vez su decisión de poner las páginas del periódico para el debate sobre una salida política al conflicto armado. Alguna vez se inventó la idea de que los jefes de las distintas facciones de la confrontación escribieran sobre sus iniciativas de paz. Otra vez me dijo que encabezar un proceso de paz sería una de las pocas responsabilidades públicas que aceptaría.
Es una actitud lúcida que se inserta en las tendencias del siglo veintiuno. Ahora hay un puesto privilegiado en la historia para las personas que se empeñan en la reconciliación. Difícilmente los guerreros escalan a los primeros lugares en la memoria de los pueblos.
La valoración de los presidentes de Colombia que hizo, recientemente, un grupo de historiadores, es una muestra de los nuevos aires que se respiran en el mundo. Alberto Lleras, el hombre que encabezó la superación de la violencia en los años cincuenta y fue artífice del Frente Nacional y de la reconciliación en esa década dolorosa, ha sido reconocido como el número uno de los presidentes del país.
Las palabras de esta columna han salido empujadas por la nostalgia que me produce decirle a Ana Mercedes que debo abandonar la escritura en EL COLOMBIANO para irme a afrontar otros retos. No es fácil dejar un espacio que he ocupado durante 15 años con algunas interrupciones debidas a mis estadías forzadas en el exterior.
Sé que ella no se preocupa por los reconocimientos. Pero mi gratitud es enorme y no encuentro otra manera de expresarla. Nunca he tenido siquiera un llamado de atención por mis escritos, a pesar de que en no pocas ocasiones han ido en contravía a los editoriales del periódico.
Debo agradecer algo más. En muchas oportunidades he tenido largas, divertidas y fructíferas conversaciones con Ana Mercedes en el diario y en su casa. Me sorprendió siempre con ideas propias y muy bien fundadas sobre los acontecimientos tantas veces indescifrables del país. No quiero perder nunca esa posibilidad.
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