En el prólogo a una antología de textos de Tomás Rueda Vargas sobre la Sabana de Bogotá, Alfonso López Michelsen observaba cómo la industria humana había alterado el paisaje muchas veces desde los arrayanes, encenillos, tunos, capes y mortiños de la prehistoria, hasta los arbolocos o borracheros de la primera república bajo cuyas copas invertidas pasearon los poetas y músicos de los tiempos de Silva, (con sombreros de copa), y el imperio de los urapanes, eucaliptos y pinos que después colonizaron los cerros. Dice que muchas flores a las cuales nos acostumbramos como autóctonas son de origen africano: el agapanto, el fúnebre asfódelo, y el cartucho.
López contagia la admiración por Rueda Vargas. Hombre discreto y sensato, menudo y enjuto, lo pinta. Entregado a resolver minucias de paisaje con la misma dedicación que recreó la formación de los ejércitos de la independencia y la historia de su ciudad, lo hace parecer un Humboldt de bolsillo.
Don Tomás descubrió que el arzobispo Arbeláez trajo el alcaparro. Que el eucalipto hoy tan desprestigiado lo aclimató Murillo Toro. Que los primeros ciruelos, peros, manzanos, los sembró Manuel Vicente Umaña. López dice que entre las variedades de sauce se hizo esquivo en la sabana el sauce llorón, y nadie consiguió domesticar el pino navideño. ¿Quién importó las camelias emblemáticas del romanticismo que los caballeros lucían en la solapa?
La mano de los horticultores al alterar la fisonomía del paisaje vegetal influyó en la fauna. Las mirlas patiamarillas que cantó un bambuco antioqueño, y picotean en los Prunus Capulli de los antejardines bogotanos, no son nativas del altiplano. Debieron llegar de las tierras cálidas, tras de los frutos nuevos trasplantados por ricos curiosos, detrás de los ciruelos de Umaña.
Las palomas maracaiberas, abundantes ahora en todas partes no encajan en los recuerdos de la Bogotá de mi infancia. Deben ser las desplazadas de la quiebra de los trigales boyacenses por causa de la corrupción, la incuria, la usura, o la violencia.
La mirla, un pájaro sin gracia aparente, es una amenaza para la supervivencia de especies menores aborígenes, como el pinche, familiar y manso, de canto corto pero melodioso, cuyas crías roba ese predador inclemente. Una tarde hace años asistí al drama. Por sobre el humo y el estruendo de las busetas una pareja de pinches iba a grito pelado detrás de una mirla, al rescate del crío que se llevaba en el pico. Al fin se resignaron. Y la mirla asentada en un caballete desgarró la criatura.
Con todo y las amenazas que representan las pardas mirlas asesinas para la fauna original, hay que reconocer los méritos musicales de estos saqueadores de los nidos ajenos. En las heladas madrugadas bogotanas, donde aún queda en pie una acacia negra, que es donde prefieren instalar los intrincados nidos, o un cerezo, donde banquetean por las tardes, es posible todavía el privilegio de escuchar el canto de ese pájaro bribón, cuya dulzura desbarata el corazón más empedernido con una melancolía, una capacidad de inventiva, y una ternura que no compagina con un ave de tan pocos escrúpulos.
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