Mompós brilla en la nostalgia de los colombianos como una tierra a la que se debe ir por obligación de país.
Se sabe también que es de difícil acceso porque el río Magdalena la circunda con sus dos brazos, de modo que es precisa una rudimentaria navegación para llegar a sus tres calles históricas, la de la Albarrada, la del Medio, la de Atrás.
Son calles ardientes, paralelas al río, flanqueadas de casas en las que se adivinan existencias suntuosas. Hay que entrar en ellas para sentir la enormidad de los recintos, la musculatura de los ficus y ceibas en los varios patios, las escaleras al segundo piso de la eternidad.
Es la imaginación la que debe añadir ingredientes a esta realidad adormecida, pues del viejo esplendor queda apenas el esqueleto.
Un buen viajero, no obstante, perdona las injurias del tiempo y de los políticos, y configura en estos palacios extenuados un teatro digno de los tres siglos durante los cuales Mompós fue el gran puerto fluvial por donde pasaba a vapor el futuro.
Dos cosas permanecen intactas. La habilidad de los artesanos de la filigrana en plata y oro, que en cobertizos de paja trenzan una riqueza de pescaditos y de joyas, con ojos y dedos de creadores del mundo. Son herederos de grandes nombres, que no dejan morir este tejido imposible.
Intacto también está el cementerio más blanco y pulido de Colombia. Tenía que ser así. Un pueblo que vive del recuerdo debe vivir sobre todo de sus muertos, o por lo menos del sitio de sus muertos.
Una prolongada vía de palmeras da acceso al barrio de las tumbas y los cenotafios, en la parte antigua, la más valiosa.
Duermen allí los ilustres apellidos locales, los Ribón, los Gutiérrez de Piñeres; y los héroes independentistas, entre los que destaca el general bogotano Hermógenes Maza, muerto en este puerto. La imponencia de su monumento hace olvidar los innumerables chistes acerca de la ordinariez de este lugarteniente de Bolívar.
Pocos metros atrás, más allá de las lápidas de dos ciudadanos alemanes que durante la Segunda Guerra Mundial estaban por los cuarenta años de edad (¿huyendo de qué vinieron a terminar sus días en esta isla del trópico?), sorprende la única efigie negra del conjunto. Es el busto de un hombre de 35 años, pelo quieto, barba en candado, alta frente.
La inscripción del bloque elevado habla de un homenaje del Congreso de Colombia a Candelario Obeso.
El primer poeta negro, remá, remá, supo que son constantes y firmes las penas, bogá, bogá.
Desde su muerte en 1884, es el vigía teñido de este camposanto regio.
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