El asalto comenzó a las 10:30 de la noche. Acababa de terminar la novela Las Muñecas de La Mafia y de pronto sobrevino un apagón inusual. La noche se volvió más noche y entonces sonaron los primeros tiros y explosiones.
El cielo se iluminaba a ratos con las ráfagas de las ametralladoras y los estallidos de los tatucos (morteros artesanales que usa la guerrilla). Alfonso y Ana*, un par de ancianos septuagenarios que viven al pie del cerro, trancaron la puerta de su casa, que es una pieza de ladrillos con techos de lata, y le metieron doble llave a la puerta.
A Ana, que sufre de pánicos, se le enfriaron los pies. Los dos viejos, uno con otro, se abrazaron mientras que afuera se desató la balacera. Guerrilleros del sexto frente de las Farc envolvieron el puesto militar instalado alrededor de dos antenas de telefonía celular, que están sobre un cerro que se alza a 100 metros sobre la planicie del municipio de Corinto.
"Anoche me di cuenta de que el corazón todavía me aguanta, porque la bala fue mucha. En 59 años de vivir en Corinto nunca me había tocado un 'fracaso' de estos", me relata el viejo recostado en una pared que bordea el patio de tierra y piedras de la casa.
Tropa y viento
Acabo de llegar a Corinto. Son las 5:30 de la tarde de este martes. El taxista me entra por una calle a la que se le va acabando el pavimento. El ambiente es tenso. Un señor, moreno, que cuida a su niño, me dice "tome ese sendero" que me lleva a lo alto del cerro. "Suba que allá hay tropa".
Arriba hace un viento fuerte que sacude las carpas de los soldados que llegaron de refuerzo y casi no deja oír ni escribir. Cuento unos treinta uniformados, pero parecen ser más. Lo que pasa es que la orden del oficial al mando es que la tropa se disperse para evitar nuevas sorpresas.
Los manchones de sangre seca en diferentes pedazos del pasto advierten de los nueve soldados caídos, con heridas mortales, la noche y la madrugada que acaban de pasar. "Aguantaron lo que pudieron". Uno de los soldados me dice que de 25 militares que custodiaban las antenas solo cuatro salieron ilesos. El resto resultaron heridos y, por supuesto, nueve murieron en el combate.
Abajo, en su rancho, Alfonso y Ana recuerdan el sonido patente de las botas y de los hombres. A las 11:30, una hora después de iniciado el ataque, aparecieron los helicópteros del Ejército que ametrallaron los alrededores del cerro y abrieron paso a los refuerzos que hacia las cuatro de la madrugada comenzaron a evacuar los heridos y los muertos desde la cumbre.
Uno de los militares me enseña los muros agujereados de las paredes de ladrillo que cercan las antenas y se elevan cuatro metros hasta las alambradas de seguridad. Donde se ve un roto en la pared, junto al zócalo, me dice que cayó el oficial al mando. Las balas llovieron desde los cuatro puntos cardinales, sobre todo del sur hacia donde, luego de una planicie, se alza la cordillera.
"Para allá -me señala un soldado con su mano- se repliegan después de las emboscadas". Arriba solo se ven las montañas desvanecidas entre las nubes de agua del horizonte.
Estamos en una zona de esas que los militares llaman "de orden público", muy dura. Sobre el pasto se descubren las corazas de las granadas de mano y las manchas de pólvora blanca del combate. No queda duda, es zona de guerra.
Según el militar, que me habla dolido por la muerte de sus compañeros, los guerrilleros pudieron ser unos 150, armados con fusiles, ametralladoras y sus tatucos. Tatucos que a Ana y Alfonso les sonaban como una descarga de diez rayos a la vez. "Incluso, un tatuco se desvió y cayó aquí en el barrio, a una cuadra, y perforó la puerta de una tienda, sin heridos, gracias a Dios", relatan los viejos.
Los helicópteros y la calma
El sobrevuelo y las ráfagas de los helicópteros ahuyentaron a los guerrilleros y bajaron la intensidad de los estallidos y los disparos. Disparos que en parte, según dicen los militares, vinieron incluso de la zona urbana que bordea el cerro.
Ana y Alfonso pudieron cerrar los ojos entre las dos y las cuatro de la madrugada, cuando ya no olía a pólvora ni a humo. Por la mañana las aeronaves siguieron sobrevolando y aterrizaron en el cerro para descargar la tropa de refuerzo.
Entonces, al comenzar la tarde, a Ana le bajó el pánico con unas infusiones que le dio su vecina. Ella, apenas ahora cayendo la noche, me dice que tiene mucho susto de que vuelvan a salir esos hombres armados que habitan el páramo, "allá por La Cominera arriba". Entre esa floresta espesa y silenciosa desde donde llegaron la noche del lunes a sembrar el cerro de Las Antenas de ruido y muerte.
*Nombres cambiados por seguridad de las fuentes