No es que se quiera morir, ¡no!, pero que don Octavio Sánchez Torres ha cumplido a cabalidad la misión para que lo mandó Dios a esta tierra, no lo dude.
Incluso lo ha hecho tan bien, que el Todopoderoso lo tiene ahí todavía, como congelado en el tiempo y celebrando nada más y nada menos que cien años.
Tan consciente de esa gabela, don Octavio afirma que, "es un privilegio del que gozan muy pocos, poder vivir tantos años y estar bien".
Lo dice en la sala de su casa, donde sus hijas María Cristina y Marta Mercedes lo miman, lo atienden como a un rey y le echan cuanto piropo se les ocurre.
Es su viejo querido y por eso ayer, en el cumpleaños, le pusieron bombas y le hicieron una cartelera con todas sus fotos, desde niño hasta cuando fue condecorado en la Asamblea, la Gobernación y el Congreso.
"Es una persona maravillosa, fue maestro toda la vida y esperamos que viva mínimo otros veinte años", afirma María Cristina.
Él, apoyado en un bastón de mando, con su alma envuelta en una envidiable piel canela que contrasta perfecto con su cabello enteramente blanco y noble, recorre la casa en el barrio Simón Bolívar agradecido con su descendencia por todo el amor que le están brindando.
"Lo mejor que me dio la vida fue una esposa maravillosa que hizo de esta casa un paraíso". Se llamaba Amanda Palacio y murió hace 38 años, "su amor y dedicación a mis hijos y a mí la hacen incomparable".
Si esta frase tan bien tejida la dijera un muchacho de 30 años o un veterano de 45, vaya y venga, pero la repite un anciano de un siglo.
¡Claro!, él no es cualquier viejito. Es un maestro jubilado que enseñó en muchos colegios y escuelas por más de 40 años. Y lo tiene todo muy claro en su mente.
Los recuerdos
Lo más nítido que navega en su memoria es la circunstancia por la que se hizo profesor. La cuenta así:
"Dios quería que yo fuera maestro, porque desde niño mi sueño era ser ingeniero, yo estaba estudiando tercero de bachillerato en un colegio de mi pueblo, Girardota, y el Municipio otorgó unas becas para la Normal Superior de Varones, yo me la gané y me hice maestro. Él me tenía destinado para eso, creo que fue lo mejor que me pasó".
En su casa, en una mesa de sala, hay medallas, placas y pergaminos, todas condecoraciones de varias instituciones, entre ellas algunas de mucho prestigio como la Asamblea, la Gobernación y el Congreso. Premios a su labor como maestro, que lo llevó a colegios de Donmatías, Santo Domingo (el pueblo) y Medellín y a instituciones de educación superior.
Eran tiempos en los que un maestro debía enseñar de todo, pero él se hizo experto en matemáticas. En contraste, su alumno más ilustre fue el artista Fernando Botero, aunque no en el área de los números sino en otra especialidad, la del dibujo.
"Yo enseñaba en la UPB y el rector, monseñor Sierra, me pidió el favor de que diera clases de dibujo, pero gratis porque no había con qué pagarle a otro, y acepté. Ahí tuve como alumno a Botero".
Fue por allá en 1940 y pico, recuerda él. A ese Boterito, "ya se le veía lo grande que iba a ser", apunta Octavio, que también fue subsecretario de Educación de Antioquia y secretario encargado. Por eso, si volviera a la niñez, otra vez apuntaría para maestro.
Hoy, con un siglo y aunque ya jubilado de las aulas, "sigue siendo un maestro, el alma de esta familia, ojalá y nos dure mucho más", anhela Marta Mercedes, la hija con la que vive en la casa de Simón Bolívar.