El discurso de la victoria pronunciado por Juan Manuel Santos deja claro que el nuevo mandatario es plenamente consciente de los grandes desafíos de su administración: enderezar la economía en función del bienestar de los más necesitados; restablecer la armonía con la justicia; terminar la guerra; enfrentar la corrupción; y corregir el rumbo en las relaciones exteriores. Se refirió a cada uno de ellos con el tono de quien comprende que en estos temas se juega el futuro del país y la calificación de su gobierno.
Mal haría en hacer un juicio sobre frutos que recogeremos en el desarrollo de estos propósitos. El tiempo dirá si la ilusión de un país mejor se realiza en estos cuatro años. Pongo mi corazón en el sueño de que esto ocurra. Es un anhelo que no puedo sofocar aún desde el filo crítico que mantengo en mis columnas.
Quedé sin embargo con una inquietud al oír y leer varias veces el discurso: la realización de los propósitos exige reajustes en algunas políticas desarrolladas por Uribe y cambios drásticos en otras y no logré saber hasta dónde está dispuesto a llegar Santos en este camino.
Es claro ahora que el crecimiento que tuvo la economía a lo largo del mandato del presidente Uribe no significó una morigeración de la desigualdad y de la pobreza. Ni siquiera pudimos ubicar en un dígito el desempleo, cosa que las economías en expansión logran con alguna rapidez. Tenemos un país con una de las brechas sociales más grandes de la región y del mundo. Estamos ahora, además, en una crisis y ante un panorama incierto en economías claves como las europeas.
No basta con hacer enunciados generales de políticas de empleo y de buenas intenciones en los temas sociales. Se necesita un viraje en la política agraria que devuelva varios millones de hectáreas de tierra a los campesinos con créditos y subsidios y no me imagino que esto pueda ocurrir si Andrés Felipe Arias tiene un peso importante en el gobierno. Se necesita poner más huevos en el canasto de los pobres que en las arcas de los grandes empresarios y eso significaría meterles la mano a las exenciones tributarias y a subsidios que los ricos no están dispuestos a perder.
Para superar la confrontación con la justicia Santos tendría que apoyar y estimular el juicio histórico que se realiza contra la parapolítica; la yidispolítica; a los funcionarios de la Casa de Nariño y del DAS implicados en las interceptaciones judiciales y en las presiones a las cortes, a los periodistas y a la oposición. Esto lo enfrentaría irremediablemente con el presidente Uribe y no estoy seguro de que Santos se atreva a tanto.
En política de seguridad la continuidad es un hecho inapelable, pero dado que el Estado no podrá continuar con el mismo ritmo de inversión en defensa y que el entorno internacional ha cambiado sustancialmente, Santos tendrá que hacer ajustes a la estrategia combinando la contención militar con una línea de negociación que le permita vislumbrar el final de la guerra y la reconciliación del país. En el discurso del domingo no vimos aún nada de esto.
El ataque a la corrupción le exigiría una ruptura con parte importante de los congresistas, herederos unos de la parapolítica y vinculados otros directa o indirectamente a grandes escándalos de corrupción, pero en las últimas semanas hemos visto un movimiento en contravía a esta idea: la unidad nacional se está amasando con el concurso de lo peor de la clase política.
La tiene aún más difícil en las relaciones exteriores. Santos ha estado directamente implicado en las mayores tensiones con Venezuela y Ecuador. En la campaña se atrevió incluso a declarar su orgullo por el ataque a Angostura en el que fue dado de baja Raúl Reyes. Las señales de cambio que debe dar en esta campo son muy, pero muy, fuertes. Sólo así puede ganar la confianza de estos gobiernos. Y claro, también implica que los mandatarios de la región estén en la disposición de modificar su actitud frente a Colombia. Ambas cosas no parecen fáciles.
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