Por varios meses, mi desayuno de cada mañana tenía un plus que subía el deleite de mis papilas. Con intermitencia de minutos, giraba mi cabeza para observar, a escasos metros de mi ventana, el trabajo laborioso de un pájaro carpintero que hacía su casa en el tronco de un viejo piñón.
Aun habiendo pasado muchos días desde el inicio de ese precioso nido, me seducía ver cómo, con frecuencia de segundos, el hermoso carpintero salía al orificio de su casa, sacudía el pico, y lanzaba al vacío otro tanto de aserrín. A las largas sesiones de ingeniería y arquitectura le hacían algarabía un trío de ruidosas guacharacas.
Días después observé cómo otros pájaros de su especie hacían sus nidos en el mismo árbol, formando algo así como una unidad residencial. Sólo que no estaba enmallada, no tenía alambres de púas o advertencia de alto voltaje, pero sí tenía todo el aire y el paisaje.
Su forma lenta y laboriosa de construir esos nidos de madera, me recordaron mi primera casa, mi primer nicho, en el que puse mis manos y el cariño en cada detalle.
La complacencia que sentía a diario con el toc toc de los hermosos carpinteros era tan grande como mi tristeza y desconcierto, cuando una mañana de sábado, mientras tendía mi cama, escuché la horrenda música de las sierras.
Me asomé a mi ventana y, precisamente, estaban tirando por el suelo aquel árbol envejecido y tres más que no recuerdo haber visto tan ancianos y urgidos de ser derribados.
Observando en el piso los óvalos perfectos de las portadas de aquellas viviendas, me hice de nuevo la pregunta que deja Nietzsche en Ecce Homo, su libro de autocrítica, sobre cuál es el umbral que marca distancia y diferencia entre los seres humanos, que presumimos ser los dueños de este planeta, y los animales o la flora.
Y me pregunté también si eran más inteligentes estas aves coloridas que construían con asombrosa precisión sus casas, o el hombre que, de forma insensible, dejaba por el piso esas diminutas arquitecturas.
En un primer impulso, quise recoger uno de esos trozos con dos orificios para tenerlo en mi casa. Por fortuna, de inmediato me imaginé el amargo de mi desayuno, observando aquella vereda desolada.
Hoy mi casa no tiene aquel colorido paisaje, y mis mañanas son menos placenteras. Al fondo veo otro bosque frío y cubierto por la bruma, un bosque de cemento, de edificios erguidos y aire enrarecido, que se apilan como agujas.
Como anillo al dedo, llegó a mi correo un sabio proverbio indígena: "Solamente cuando el hombre vea el último árbol derrumbado, el último animal extinto y el último río contaminado, entonces entenderá que no se puede comer dinero".
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