Margaritainés Restrepo era eso: una sonrisa. La recuerdo siempre sonreída. Una sonrisa dulce, con un dejo de tristeza. Su sonrisa era amable, inofensiva, pero al mismo tiempo dejaba entrever una actitud de rebeldía, de irreverencia, de escepticismo. Sonreía hasta en los momentos más difíciles, convencida de que su sonrisa apaciguaba tempestades: las suyas, interiores, y las de sus amigos, compartidas en la solidaridad.
Alguna vez, en su puesto de trabajo en la sala de redacción, al comentarme el malestar anímico que le producía la actitud de una persona en contra de ella, vi mezclarse el centelleo de furia en los ojos con la dulzura de su sonrisa. El sonreír ponía un dique a sus lágrimas. Tal vez haya sido la fórmula de esa alegría sin estridencias de que siempre hizo gala y que, pienso ahora, es la herencia que nos deja.
Mi amistad con Margarita se desarrolló en el ámbito del trabajo en el periódico. Y creo que muchos de los que compartimos con ella en El Colombiano tantos años de aventura periodística, guardamos un recuerdo parecido. Era cercana sin empalagosidades; bondadosa sin alharacas; encerrada por convicción en una existencia de tono menor, sin hacer alarde ni de los privilegios que le había dado la vida, ni de su bien ganado reconocimiento en el mundo del periodismo. No daba lecciones. Apenas insinuaba, casi susurrando, pistas y consejos a la hora de solucionar problemas o de abrir caminos para un trabajo periodístico.
Su gran enseñanza fue el contemplarla en su sitio de trabajo o en el centro de documentación, acopiando datos y datos como una hormiga, por encima de horarios y rechazando camisas de fuerza. Creo que un aporte suyo al ejercicio profesional del periodismo fue ese hálito de libertad que le imprimió. Jornadas larguísimas, extenuantes, pero sin la sensación de esclavitud o de trabajos forzados que de pronto se respira en los medios de comunicación.
Margaritainés creó un estilo propio en el género de la crónica. Un estilo tan original que resulta inimitable. A punta de observar, de tomar notas, de consultar, la periodista logra un gran fresco en la que todo, desde lo más importante hasta los mínimos detalles, tiene sentido y complementación. Para llegar a ese estilo debió romper moldes académicos, enfrentar la incomprensión de jefes de redacción y editores, soportar críticas de los colegas y correr riesgos ante los lectores. Fue exitosa en su innovación. Y fue fiel a su invento hasta el final.
Entre las crónicas de la compañera fallecida se quedó inédita una escritora de novelas. Siempre lo pensé -cuando hablaba con ella de los libros conmemorativos que escribió- que su mundo era el de la novela histórica. Hasta se lo dije, creo. Pero ella rubricaba mi apreciación con su inapelable sonrisa, que lo mismo sabía a promesa que a frustración.
Sería bueno que en alguna facultad de comunicación se hiciera una tesis sobre los trabajos periodísticos y de investigación histórica de Margaritanés Restrepo. Arrojaría, creo, elementos nuevos y valiosos para la revitalización de la crónica como género periodístico.
Conjurar la elocuencia: he ahí el secreto del periodismo. Lo entendió bien la colega que hoy nos deja tan hondo vacío. Lo decía el francés Luis Veuillot: "La pluma de un periodista goza de todos los privilegios de una conversación atrevida; debe el periodista usar de esas prerrogativas. Pero nada de énfasis; sobre todo, que no caiga en la tentación de buscar la elocuencia". Y también Azorín: "El arte del periodista es el de saber contar. El de saber narrar los hechos y el de explicar las fases, los matices, los pormenores de un problema político o social. Y esa explicación -con su jerarquía de tonos y valores- también es contar, relatar".
Con esas dos citas, que se pueden aplicar perfectamente a la obra periodística de Margaritainés Restrepo Santa María, concluyo este homenaje a su memoria. Que es un réquiem para su sonrisa. Después de todo -valga el consuelo- morirse tal vez no sea sino abrirse a la sonrisa de Dios.