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Picasso y un pesebre

09 de diciembre de 2008
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Padre, un hombre complejo, y lleno de talentos, cuya peor desgracia debió ser que a su primogénito, es decir a mí, le diera por la poesía siendo aún imberbe, acabándose de enredar la pubertad, jamás se percató de la culpa que tuvo en la macabra inclinación. Él me regaló el primer libro; me contó el primer chiste de intelectuales que pregunta por los más grandes escritores españoles modernos y contesta: Miguel de Unam? uno? y Benito Pérez Gal? dos; y me dio la primera lección de estética analizando su pesebre tallado por Misael Osorio, el último imaginero de Envigado.

Acabó por gustarme Picasso, tal vez por llevarle la contraria con un genio arisco. Hombre de principios, él me llevó al siquiatra. A ver si me curaba el mal gusto. Convencido de que Picasso era un simple hacedor de mamarrachos.

Por arrancado que estuviera se las arregló para tener el hogar amoblado con cosas de sándalos, bronces de dioses paganos parados en una pata, jarrones, consolas, cómodas de copetes floridos que le parecían el triunfo del espíritu contra el farsante español. Y convirtió su vida en un largo arrastrar baúles con baratijas orinadas, para mí, el iconoclasta, que para él representaban un tesoro: repisas francesas, peces cerámicos, pocillos pintados, micos de alabastro, cajas con melosos valses incorporados. Pero era auténtico. Se atrevía a decidir por sí mismo si tal o cual maestro consagrado por la crítica bogotana había pintado una chambonada. O un artesano envigadeño producía una maravilla incomparable con las barbaridades de Picasso. Y disfrutaba Shakespeare en el cine Lido, con Lawrence Olivier, tanto como con las cosas de Alejandro Casona y Enrique Rambal que a veces representaban en el teatro Bolívar de Medellín.

Lo que más lo enorgullecía entre sus trebejos era su pesebre de Misael Osorio. A veces me llevó al taller del imaginero de Envigado a comentar la obra según surgía de los palos. Criticaba las mejillas de María, a José no lo quería tan crespo que pareciera asirio, la burra necesitaba más brío en una oreja, agrandar los ollares. Al final el pesebre bajo su dirección resultó uno de los más hermosos del taller de los Osorio, según decía.

Los pesebres que montaba asombraban el vecindario. Hacía retirar los muebles de la sala para facilitar su vista desde la calle. Fabricaba con trozos de madera blancas ciudades palestinas con sus terrazas, una geografía de desiertos inventados, cimas de papel encerado con cascadas de verdad, oasis de palmeras de coleta almidonada.

Y cada día figuraba un episodio nuevo en la marcha de los ilustres viajeros articulados por la topografía minimalista bajo firmamentos de papel celofán azul con astros de aluminio plateando el horizonte, nubes de algodón de la farmacia pegadas con engrudo de yuca. Un día lavaban, otro cocinaban en un fogón de brasas falsas, o pedían orientación a unos pastores de pasta de Bartolini.

Cuando en enero desbarataba su obra, abajaba montañas, botaba el agua de las poncheras de los lagos, guardaba las santas imágenes, incluida la burra, estrellas, palmas de coleta, las nubes, en las cajas con paja, izaba todo sobre un escaparate de espejo y advertía: aquí queda el pesebre. Y se acostaba a descansar del pequeño Apocalipsis con el desaliento de quien sabe que están largando otro año al ruedo, que los políticos no arreglan nada, y que el arte verdadero se acabó con la llegada de Picasso.

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