En medio de este ritual de limpieza en que nos embarcamos al comienzo de cada año, que nos sirve -alabado sea Dios- para liberarnos de cosas y papeles viejos e inútiles que se han ido apoderando de la casa, encuentro una gran bolsa negra de plástico llena de radiografías.
Es la historia gráfica, en negativo, de mi cuerpo, inquietantes e indescifrables imágenes sobre las que se posaron, a veces con detenimiento, otras apenas con una mirada fugaz, los ojos de los médicos que han escudriñado mis enfermedades.
No sé por qué conservamos esos inmensos acetatos con las radiografías, que no quedan sirviendo para nada, que no hacen sino bulto y, por lo demás, no son de fácil manejo a la hora de reciclar.
Como sea, encontrarme así de sopetón con esas olvidadas interioridades de mi cuerpo, me hizo recordar un soneto del poeta español Manuel Alcántara, que había leído hace mucho tiempo y que tuve la curiosidad de copiar e introducir en esa bolsa de plástico de mis radiografías convertida en una especie de osario.
El soneto que traigo a colación se llama precisamente " La radiografía ", y quiero compartirlo con los lectores, antes de echarlo al fuego con mi archivo radiográfico:
"Detrás del bien urdido parapeto/ de músculos, tejidos y alegría;/ tras la provisional cristalería/ de las venas, reside, hondo, el secreto.
"¡Qué vocación de muerto en mi esqueleto!/ En el clisé de la radiografía/ he visto el que seré -quién sabe del día-/ el día en que Dios me ponga el veto.
"Me vive en la extensión roja y espesa/ un vertical difunto ensimismado,/ un huésped mineral de la ternura.
"No es que me importe, pero qué sorpresa/ que me flote en la sangre un ahogado,/ que esté de pie y que tenga mi estatura".
No resisto la tentación de volver a mirar las viejas radiografías. No con el ojo clínico del médico, sino con el asombro, que es sobre todo miedo y perturbación, de un sobreviviente ante el curioso espejo que le devuelve la imagen despellejada de su propio esqueleto.
Miro y remiro contra la luz de la lámpara. Más que enfermedades, que seguramente no existieron o que fueron curadas, porque aún estoy vivo metido en estos mismos huesos, pienso en la vida, que es la esencia de la salud.
Y pienso también en la muerte, que siempre, aunque no queramos aceptarlo, acompaña también la salud.
Además de que si lo que veo son huesos, culturalmente esa es una imagen que se asocia con el morir.
Siento un vacío hondo, que me inclina a la tristeza, pero también una gran alegría en voz baja.
Ese que está ahí, en el fondo del acetato, soy yo, el dueño de esta osamenta que me mantiene erguido en la existencia y que sirve de armazón a mis luchas y combates, a mis furias de amor y a mi ternura, a la esperanza que me sostiene en la vida.
Arrojo sobre el suelo las radiografías que he condenado a la hoguera. ¿Qué es lo que guardan? ¿O qué es lo que ocultan? ¿Son ellas constancias de lo que fue, o anticipos en borrador de lo que después ocurrió o de lo que apenas se insinúa para un futuro lejano, para el porvenir definitivo? ¿Son esos los huesos de "un vertical difunto ensimismado", o la honda urdimbre del "huésped mineral de la ternura" que todavía ruge por los recodos de la sangre?
Concluyo. Prendo el fuego. La quemazón de mis radiografías huele a horno crematorio.
Y huele también a incienso de resurrección.
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