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Sabor suizo y tradición antioqueña

El Astor cumplió 83 años el 7 de agosto. Además de productos de repostería es un referente de ciudad.

  • Foto Hernán Vanegas
    Foto Hernán Vanegas
23 de agosto de 2013
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Uno de los complementos más usados en las oraciones que tienen el verbo juniniar, propio de Medellín, es El Astor.

Lo usó Alberto Aguirre, que al decir de su nieta María Clara Calle Aguirre en un escrito en homenaje a su abuelo, recorría el centro y esa carrera importante para aterrizar en El Astor, donde lo esperaba Héctor Abad Faciolince.

Lo usó Gonzalo Arango, que en algunos de sus escritos lo comenta. Débora Arango también dirigió hacia allí sus acostumbrados buenos pasos. Rafael Sáenz, el pintor. Y la prueba de que este usó el verbo juniniar en una oración cuyo complemento era el de la reconocida repostería, es el cuadro que pintó en 1956 titulado “En El Astor”, que muestra a cuatro señoras elegantes sentadas a una mesa, con sus vasos de jugo de mandarina, la tradicional bebida de este negocio fundado el 7 de agosto de 1930, por la pareja de suizos Enrique Baer y su esposa Anny Gippert.

Y la lista es interminable: el artista Pedro Nel Gómez, el músico José María Bravo Márquez, el escritor Arturo Echeverri Mejía y decenas de personajes más.

Andando los tiempos, Hernando Mejía ha tenido allí “oficina”. El periodista Juan José García Posada publicó un artículo de opinión en el que aludía al verbo y hablaba de la visita a este salón a pasar buenos ratos.

Varias revistas de poesía de Medellín se han preparado en sus mesas.

Cuenta Mario Salcedo, encargado del mercadeo de El Astor, que casi todos los alcaldes de Medellín, estando en ejercicio de su cargo, han llegado a sus mesas a comerse un sapito o un erizo de chocolate. Y varios presidentes de la República, estando en ese cargo, también lo han hecho. Entre los cuales se cuenta a Belisario Betancur.

Tradición suiza
Esta repostería fue fundada por esos suizos con el sofisticado nombre de salón de té El Astor. Astor era el apellido de un amigo de la pareja, un lord inglés a quien esta quiso rendirle homenaje. Comenzaron produciendo galletas y otras golosinas típicas de su país. Y el público al que primero le agradaron fue al de “la alta sociedad”.

Un aviso publicado en El Colombiano, en 1934, decía: “En el día y por la noche después del cine encuentra usted el más exquisito servicio de té y helados. Salón de Té El Astor, el preferido de la alta sociedad. Teléfono 37 47. Junín, frente al Club Unión”.

Comenzaron los años 50 y el negocio seguía creciendo. Tanto, que los Baer se vieron obligados a poner anuncios en periódicos de su país, solicitando dos técnicos “para trabajar en famosa pastelería en Colombia”.

Un año después llegó, atraído por los avisos, Emilio Leber. Y en 1953, Alfredo Suwald. El viaje en aviones desde Suiza hasta Colombia tomaba cinco días.

Cuando ellos llegaron, ya eran célebres los moritos, los turrones, los pasteles y los helados. Productos que han elaborado y siguen haciéndolo, de manera artesanal. Ellos fueron encargándose cada vez más del negocio, hasta que en los años sesenta le compraron El Astor a los Baer, quienes, siguiendo una vieja costumbre suiza, se fueron a pasar su vejez en su tierra natal. El fundador murió en 1980, al lado de Anny, quien le sobrevivió por 14 años más.

Es de todos
La sede que hoy ocupa en Junín, no fue la primera. Fue otra, muy pequeña, apenas para cinco mesas, en la misma vía, en el local 147. Esa, ubicado en costado oriental del pasaje Junín, la ocupa desde 1966.

Muchos creen que el reloj situado afuera de esa sede fue instalado por El Astor. Y hasta especulan que, como era salón de té y esta bebida se solía tomar puntualmente a las cinco de la tarde, según la tradicional usanza europea, el reloj hacía como de mensaje subliminal para cultivar dicha costumbre.

Otros creían que como esta repostería se había convertido en sitio de encuentro, en lugar de citas de amigos y novios, el reloj servía para determinar el cumplimiento. Pero no. Ese reloj fue establecido allí por Plata Martillada, una joyería vecina que ahora no está.

Y hablando de plata, las primeras copas que usaron en El Astor para servir sus helados eran de este metal. Y también metálica era la vajilla. Posteriormente pasaron a vajillas de porcelana y cristal: los pocillos de café; los platos del almuerzo.

En 1968, don Enrique se retiró. Quedó Alfredo con la repostería, que ahora es de su familia. Los cambios han sido lentos en El Astor. Porque como es un negocio que no es ya de sus dueños sino patrimonio de Medellín, muchos de sus visitantes asiduos, que van transmitiendo la costumbre a sus hijos y a sus nietos, cautivándolos con los sabores, se creen con derecho a opinar. Y lo tienen.

Cuenta Salcedo que hace unos años, cuando cambiaron las mesas, las sillas y los faroles, muchos clientes recorrieron el local entero tratando de hallar cuál era su silla. No faltó quien se molestara porque se la cambiaron de lugar.

Y una escritora lloró y envió una carta porque habían quitado el farol que daba luz directa a la mesa, porque este era su fuente de inspiración. Para desagravio, Salcedo le consiguió en la bodega una de esas viejas lámparas y se la envió de regalo para que le tuviera consigo.

Y también, que, para andar con los tiempos, instalaron una máquina dispensadora de café, pero fue rechazada por la clientela y hubo que retirarla.

Amores y amistades
Son numerosas las personas de Medellín, de siete u ocho generaciones, que han tenido algo que ver con El Astor. Lía y Jaime, hoy octogenarios, recuerdan que desde los años 50 se veían en sus salones, al caer el día. Se les convirtió en un ritual en el que se divertían probando cosas diversas en ocasiones especiales

—”ay, los besos de negro; los ratones de chocolate, la copa Gabriela...!”— o el consabido jugo de mandarina cuando era “un día común y corriente”.

Jorge Duque, sentado en una de las bancas de Junín, cuenta que hace más de cincuenta años, cuando era niño, en La Estrella, su mamá lo traía a El Astor a comer trufa o corazón, cuando ganaba todas las materias.

“Hoy, cada vez que salgo con mi nieto, de ocho años, lo traigo a comer sapitos”.

Cuando El Astor iba a cumplir 75 años, el departamento de Mercadeo hizo un concurso: “Cuéntanos su historia”. Y llegaron copiosas historias de amores y amistades cultivados en El Astor.

Entre los 170 trabajadores —de ellos, más de 150 mujeres— saben la historia de una mujer que, para tal concurso, envió una servilleta con unos labios marcados. Explicó después que se trataba de sus labios, el día que su esposo le propuso matrimonio en una de las mesas del lugar.

Otra persona mostró las fotografías de 40 cumpleaños con 40 tortas de la repostería.

Varios productos de El Astor tienen nombres de personas. Copa Gabriela, Galletas Lucía, Bombones Nancy... Son nombres de empleadas. Los dueños han sido siempre muy cercanos a los trabajadores. Han formado una familia. Son ellos quienes han ido poniendo esos rótulos a los productos, todos de factura artesanal, incluso en la actualidad.

En El Astor, para todos hay un trato amable, dice Mario Salcedo. Hay quienes llegan a las nueve de la mañana y se van a las cinco de la tarde y no toman más que uno o dos tintos, sin que nadie se inmute por eso”, dice Salcedo. No obstante, de las casi 500 mil personas que, según cálculos, conjugan diariamente el verbo juniniar, lo complementan con El Astor.

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