Como el clima de San Joaquín "es mejor que el de Medellín", Mario Giraldo no fue capaz de dejar el barrio. Hace años se fue, pero volvió vencido por la nostalgia.
Ahora, de nuevo en las calles frescas e impecables de este sector, encontró dos excusas muy buenas para permanecer por acá: "De día tomamos tinto en la tienda de doña María Tamayo y los últimos miércoles de cada mes nos reunimos los viejos en la tienda El Eclipse, de don Álvaro Molina", comenta este veterano, que se autoproclama fundador, junto a la misma María y a José Guzmán.
"Pero si acá toman tinto allá es traguito", apunta muy amable doña María, que recuerda cómo, en los primeros años de vivencia allí, los aviones zumbaban en su cabeza, "es que esto eran unas dos o tres cuadras y el resto era el hipódromo...".
"Nooo, eso no era por acá, lo que quedaba era el estadio", corrige José Guzmán y Mario Giraldo le pone otro ingrediente a la nota:
"Es tan así, que imagínese que en las casas había tribunas, en la que yo vivo todavía hay un pedazo".
Mientras este grupo se enfrascó en su discusión, tal vez salida de lo habitual para un lunes en la mañana en una tienda, en el parque San Joaquín, en el centro del barrio, Jaime Berrío reciclaba.
Con esmero, mientras separaba en bolsas los materiales, dijo tener la clave para que no lo molesten: "si no dejo basuras tiradas no tengo problema". Y sacó un carné que le dio el cura del barrio La Consolata que lo acredita como reciclador y no como indigente ni vicioso, que es a lo que le temen los vecinos.
"Es que si uno no está pendiente de ellos, en cualquier esquina dejan las cosas", advirtió Marta Gómez, una líder que discutía con dos recicladores que llegaron con un colchón viejo y lo descargaron en una esquina.
"Los lunes nos reunimos varios vecinos y abordamos este tema, la seguridad y otros", dijo Marta.
Según ella, en San Joaquín hay muchos árboles, pero ya están muy altos y tapan la luz de las lámparas, "le pedimos al municipio que los poden, pero vienen, cortan una ramita y se van, así no sirve".
Mientras tanto, en la Sastrería San Joaquín, de Luis Martínez y su hijo Víctor Hugo, las máquinas de coser suenan. Es un sonido del pasado que indica que en el lugar hay tradición y gente elegante que manda a hacer sus vestidos con filigrana.
"Llevamos 34 años. La mayoría son clientes de por acá. Y sí, es un barrio de mucha tradición y en él me he gozado casi toda la vida", comenta Víctor Hugo.
Se ven pasar estudiantes y parejas de veteranos con mascotas. Hay unidad arquitectónica y frescura, "por eso me amaño tanto", concluye Mario y se va con su parcero José a tintear en otra tienda.
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