Si a santa Laura, tras la exhumación que hicieron de sus restos en el proceso de canonización, le hallaron una escoliosis severa, es decir, la columna vertebral torcida como una ese, a las mulas que la llevaban en sus viajes, si las exhumaran para analizarlas, bien podrían encontrarles algo semejante, puesto que soportaban el peso de las misiones.
¿Acaso esas bestias, entre ellas la mula Flores, su favorita, pobres criaturas de Dios, no solo debían cargar con ella, sus compañeras, sus provisiones y sus enseres en esas travesías selváticas, sino también con un gramófono Mira y una máquina de escribir Remington?
En el Santuario de La Luz, en Belencito, bien pueden observarse estos elementos y muchos más. Ese sitio de peregrinación es una edificación que integra casa de las hermanas misioneras, templo y santuario. Decenas de visitantes acuden a diario a pedirle a la Madre soluciones de problemas difíciles o milagros para la curación de enfermedades de las que la ciencia médica ya dio su última palabra, negativa.
Tales romeros son guiados por las religiosas vestidas con hábitos grises a un salón donde están los efectos personales de la religiosa.
Tal cuarto es un sitio fundamental de la romería. Tras una reja, en un extremo de la habitación, está la cama, una sencilla cama de hierro, como de hospital, con cubrelecho blanco, en la que María Laura de Jesús Montoya Upegui, la mujer, la mortal, pasó los últimos meses de vida. A un lado hay una silla de ruedas de madera; una silla estática; imágenes religiosas; al otro, un fichero con cajones marcados con las letras del alfabeto, en el que organizaba sus escritos. En la pared de la cabecera de la cama, un Cristo grande, cuadros de figuras sagradas y una frase:
Destrúyeme Señor y sobre mis ruinas, levanta un monumento para tu gloria.
Monseñor Jorge Aníbal Rojas Bustamante, quien actuó como juez delegado en el proceso de canonización, señala que la escoliosis fue adquirida por los largos y constantes viajes en mula. Que ese mal la hacía padecer porque es una enfermedad dolorosa.
“Sí, es una enfermedad dolorosa —interviene la hermana Surama Ortiz, misionera de la Congregación de las Hermanas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, es decir, la organización que fundó la Madre Laura, y quien actuó como secretaria en el proceso de canonización—, pero a ella nunca se le escuchó una queja”.
Y pensar que la afección que habría de acabar su vida no fue esa, sino una linfangitis aguda, es decir, la inflamación de los vasos linfáticos, en una pierna. Le aparecieron líneas rojas, irregulares, calientes y dolorosas. Líneas que se extendieron desde la zona infectada hasta un grupo de ganglios linfáticos, los de la ingle. Fueron siete meses de padecimientos, fiebre, escalofríos, un ritmo cardíaco acelerado y dolor de cabeza. Se le formaron úlceras en la piel. En fin, vestigios de tal sufrimiento son algodones, un tanto manchados con fluidos, que guardan en un frasco transparente, con el rótulo: Algodones empapados en sangre de la S. de Dios “Madre Laura”. Al lado de estos hay gasas y otros frascos de contenidos semejantes.
En el mismo armario, situado en el extremo opuesto a aquel en que está la cama, hay una urna con hilos y agujas; otra con tijeras y termómetro; platos y tasas de peltre; cubiertos de acero; una jofaina, y un par de zapatos de cuero desgastados... Ah, y los libros: Apuntes espirituales, Lampos de Luz, Excursión a Guapá, Manojitos de mirra, La aventura misional en Dabeiba, Cartas misionales, Destellos y otros.
“Todas estas cosas, la cama, los enseres, los elementos con los que la curaban, el mismo cuerpo de la Madre Laura, son reliquias. Reliquias que la Iglesia debe cuidar” —explica monseñor Rojas Bustamante.
Por su parte, la hermana Surama cuenta que el gramófono, un armatoste del tamaño de una mesa de noche, con tapa de alzar, en cuyo interior quedaron dormidos hace años el disco metálico colmado de pequeñas perforaciones y la manivela que lo accionaba, emitía una música como la de los cofrecitos joyeros, que encantaba a indígenas y negros de las comunidades adonde ella llegaba a entregar el Evangelio; por eso, por el poder de seducción que generaba, no le podía faltar.
Y la máquina de escribir, tampoco. Era en la que la religiosa redactaba esos libros, más de dos docenas de títulos en los cuales ella fue desarrollando su tesis de la sed, sed espiritual, por supuesto, basada en esa queja de sed física manifestada por Jesucristo en la cruz cuando agonizaba. Sed que según la Madre Laura es condición necesaria para buscar a Dios.
La hermana Surama cuenta que los visitantes al Santuario han sido muchos, no solo ahora que se sabe que subirá a los altares, ni antes, cuando era beata, sino desde hace muchos años, cuando la gente, sin necesidad de la decisión papal, tenía a Laura Montoya como santa.
Por eso hay una urna transparente en la que los peregrinos introducen su petición escrita en un papelito. Este sistema es nuevo. Hace unos años, cuando no había reja, la gente podía arrimarse a la cama y tocarla. Incluso se cuenta que algunos enfermos llegaban a acostarse.
“Para recibir la gracia no es tan importante tocar los enseres —indica la laurita, como acostumbran llamar a las de la Congregación—, sino acudir con fe”.
Hay un pasillo, también central en la visita de los peregrinos, en los que hay velones encendidos en el suelo y, en las paredes, una cantidad inverosímil de placas de piedra o bronce que expresan la gratitud de personas que recibieron favores y milagros. Otros testimonios adicionales a los de las palabras, son numerosas muletas y bastones y hasta sillas de ruedas que algunos han dejado allí porque ya no los necesitaban más. El recorrido del peregrino puede terminar en el templo, que al decir de la hermana Surama, fue supervisado en su construcción por la Madre Laura, ya postrada en la silla de ruedas. Y, junto a él, su sepulcro. La marmórea tumba recibe la luz del día a través de una ventana de vitrales que forman una estrella colorida.
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