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¿SIN ACENTO PAISA?

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03 de octubre de 2014
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Es un amanecer de septiembre. Hace frío y la oscuridad ya casi se va. Mientras troto por el barrio, veo personas que barren la fachada de sus edificios de apartamentos, porteros que recogen hojas marchitas y aún saludan como en los pueblos: ¡buenos días!. Se lo dicen al que pasa, a desconocidos que los rozan en encuentros fugaces. Y me pregunto: ¿cuánto falta? ¿Cuánto queda para que en Medellín desaparezcan esas costumbres de los que han vivido por generaciones entre estas montañas. ¿Cuánto falta para que pase aquí lo que tanto ocurre en las capitales y ciudades que crecen?

Casi doce horas más tarde, el sol va a desaparecer y al regresar del supermercado, oigo idiomas variados, entonaciones de otras ciudades y países. Hay ruidos de motos, carros. En todo el camino no se oye ni siquiera una persona hablando con ese acento paisa que cuenta exageraciones, a veces suena a canción, usa la palabra monumental o llama atómica a una olla de cocina, como dijo alguna vez Juan Luis Mejía, rector de Eafit, en una nota de este diario.

Según un informe de Migración Colombia, más de 21.268 extranjeros se hospedaron en Medellín en el pasado julio. Y cada vez se ven más personas de otras ciudades que desean quedarse. Medellín se abre al mundo, se vuelve plural y se llena de contribuciones nuevas. En el pasado llegaron hasta aquí inmigrantes y descendientes como el comerciante francés Pablo de Bedout; el profesor inglés Edward Nicholls, que instaló la primera fábrica de cerveza en Rionegro y Oscar Duperly, que abrió un estudio de fotografía. Personas que aportaron y le demostraron el amor a la tierra que los recibió.

Al mismo tiempo, Medellín se vuelve ajena. Con la llegada de algunos inmigrantes desapegados, el afán de ganar más dinero y la alienación de muchos, las calles se van quedando sin dolientes ante la adversidad. Es fácil tirar la basura en un jardín público, cortar árboles, demoler una casa de arquitectura genuina para levantar un hotel más o ver autobuses que arrojan humo a ráfagas. En muchos colegios ya no se enseña lo que es ser antioqueño y muchos niños no saben quién fundó la ciudad ni han pisado una calle del centro.

Por otro lado, Nuquí, Chocó, es un lugar que nos confirma cuánto nos alejamos en nuestras ciudades de la esencia. A sus aguas tibias del Océano Pacífico llegan cada año las ballenas. En El Candil, uno de los hoteles locales, no hay electricidad. En las noches es posible ver el cielo estrellado y en las mañanas la gente se despierta con el sonido de las olas. Placeres, una de las cocineras, dice que ella y sus compañeros quieren el sitio y por eso lo cuidan. Y ese amor por lo local, se lo transmiten a sus visitantes. Hasta allí no llegará pronto la globalización donde las tradiciones no son tan relevantes. En Nuquí viven personas que recuerdan a esos personajes que menciona el escritor turco Orhan Pamuk en su libro Vida Nueva. “(…) No teníamos deseo de vivir en Estambul, París o Nueva York. Déjalos tener sus dólares, rascacielos y transportes supersónicos. Nosotros tenemos algo que ellos no tienen: corazón”

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