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TRAGEDIA E IMPRUDENCIA

  • TRAGEDIA E IMPRUDENCIA
24 de mayo de 2014
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La pavorosa muerte por incineración y asfixia de treinta y tres infantes y el lesionamiento de unos dieciocho más, en Fundación, transportados en un vetusto bus que se incendió y explotó –después de incurrirse en todas las violaciones imaginables al deber de cuidado exigible– tiene que estremecer, enlutar y llamar a la reflexión al país entero. Los luctuosos hechos se presentan cuando el autor de la desgracia, en plan de reiniciar el vehículo varado, vierte gasolina en el carburador; con ello, produce un estallido escuchado en cuadras a la redonda, según dijeron los testigos.

Ahora se sabe que el conductor, Jaime Gutiérrez Ospina –de 56 años– tiene plurales comparendos no pagados, no posee SOAT ni licencia de conducción vigente; además, fue contratado por el Pastor Manuel Salvador Ibarra Plaza, cuya hija también murió. El vehículo, con sobrecupo, no estaba afiliado a ninguna empresa de transporte ni se le habían practicado las revisiones técnico-mecánicas durante los últimos años; no tenía salida de emergencia habilitada ni extinguidores y, se cree, estaba cargado con combustible de contrabando alojado en un tanque oculto. Así mismo, el autor del siniestro realizaba esa tarea de conducción en forma periódica y con el empleo de un automotor en lamentables condiciones, a los ojos de todos, como sucede en muchos lugares del país.

La conducta con múltiples resultados de Gutiérrez Ospino y el religioso Ibarra Plaza –con una doble tragedia a cuestas– debe ser valorada por las autoridades quienes, en cabeza del Juzgado Sexto Penal Municipal de Santa Marta con funciones de control de garantías, ya les impusieron medida de aseguramiento; sin embargo, se deben investigar posibles delitos de lesiones personales culposas agravadas y homicidio culposo agravado, no hechos dolosos como de forma apresurada se reclama. Pero también es necesario indagar, con prontitud y celo, el comportamiento del dueño del automotor y, sobre todo, el de los complacientes e irresponsables funcionarios que permitieron el uso de esa máquina de muerte y no efectuaron los controles.

Como siempre las autoridades –con el Presidente en campaña que lamentó el hecho por Twitter y realizó fugaz visita al teatro de los acontecimientos–, al estilo de Poncio Pilatos, se lavan las manos y se echan culpas unas a otras; que se sepa –más allá de los tradicionales anuncios, los discursos oficiales y las frías condolencias de rigor–, hasta el momento no se han puesto en marcha medidas serias y urgentes para tratar de mitigar las consecuencias de los nefastos hechos y ayudar a las familias afectadas a paliar su sufrimiento.

Por eso, una malaventura como esta da rabia, llena de desazón y duele, máxime si –a diferencia de insucesos similares: caso del Colegio Agustiniano– aquí los afectados son personas pertenecientes a los sectores más pobres, desvalidos y vulnerables de la población, los más abandonados, aquellos a quienes nadie les va a responder por la enorme pérdida sufrida. Sin embargo, lo más triste, en un país anestesiado e insensible, es que ya el dolor de los humildes no duele ni arruga el alma, al punto de que personas desadaptadas se mofan a través de las redes sociales.

Pero llegará el día en el cual, situados en otro amanecer, aprenderemos a venerar el sufrimiento humano y nos inclinaremos, reverentes, ante la tragedia. Un tiempo en el cual la muerte de tantas criaturas inocentes, no sea noticia de segundo orden en periódicos y noticieros –algunos más preocupados por la escandalosa, criminal y desdorosa contienda entre dos aspirantes a la Presidencia–, sino un período en el que, juntos, entrelazados en cadenas de oración, afecto y solidaridad, rodeemos con nuestro abrazo fraternal a todas las víctimas inocentes.

¡Advendrá, estamos seguros, una Colombia nueva en la que podamos sonreír y nuestros hijos no estén sometidos a horrores como los que hoy conturban el espíritu; donde se cumplan y hagan respetar las leyes existentes y los encargados no mueran de indiferencia y arrogancia…

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