Hace unos años las bromas se propagaban cara a cara en las calles. Ahora simplemente recitamos el meme de moda o lo difundimos en las redes sociales.
-- Eso será así en los estratos medios y altos – me refutó el compadre Libardo –. Ve al barrio Rebolo de Barranquilla y seguro verás a los habitantes contando chistes.
Luego agregó que en muchas zonas populares de Colombia se mantiene la vieja costumbre. Fuimos nosotros quienes perdimos el hábito por pasar más tiempo frente a la computadora que en las esquinas donde hierve la vida.
Le respondí que esta semana vi muchos memes sobre el mordisco del futbolista Luis Suárez a su colega Giorgio Chiellini. Los hubo ingeniosos, sin duda, pero extraño aquella época en que el suceso del momento se convertía en una historia divertida que se contaba oralmente en las reuniones, y no solo en una ilustración cómica compartida con desconocidos a través de internet.
Entonces él recordó un chiste que oímos juntos en 1998, cuando el Papa Juan Pablo II estuvo en La Habana. Dizque entonces Fidel Castro reunió al pueblo en la Plaza de la Revolución:
-- Compañeros –dijo– se comportaron de maravillas durante la histórica visita de su Santidad. En recompensa, el año que viene les voy a traer a Michael Jackson.
A continuación el compadre admitió que en los chistes de ahora participan más los diseñadores gráficos que los narradores. El meme, según él, es como un gracejo ejecutivo para gente afanada. Elimina cualquier posibilidad de relato y deja solo la parte cómica del final, para que la gente se ría rapidito.
Su argumento me hizo acordar, precisamente, de un chiste. Un empresario fue a inspeccionar una fábrica en la que estaba interesado. El dueño empezó a mostrarle las instalaciones. Era la hora de asueto y los obreros lucían entretenidos. Unos jugaban dominó, otros almorzaban. De pronto se oyó un grito:
-- ¡El 54…
Todos largaron la risotada.
Una voz distinta lanzó otro grito.
-- ¡El 2.015…
Volvió a oírse la carcajada.
Intrigado, el empresario que quería comprar la fábrica le preguntó a su anfitrión qué sucedía.
-- Bueno, eso que usted acaba de presenciar es una prueba de nuestra eficiencia: nosotros tenemos los chistes catalogados del uno al diez mil. En la hora libre ya no necesitamos contar el chiste: nos basta con gritar su número. Entonces recordamos de qué se trata y nos reímos. Así ahorramos tiempo.
-- ¡Qué bien… –exclamó el empresario visitante–. ¿Será que yo puedo contar un chiste con ese sistema?
-- Por supuesto.
El hombre improvisó entonces una bocina con las manos alrededor de la boca.
-- ¡El 115… –.
Nadie se rió.
-- ¡El 338… –
Los trabajadores siguieron imperturbables.
-- ¡El 7.112…
Al ver que nadie le hacía caso preguntó si, por casualidad, había nombrado tres chistes que no aparecían en el catálogo.
-- Claro que aparecen –le respondió el anfitrión–: ¡lo que pasa es que usted no tiene gracia…
Ay, aquellos chistes que lo hacían reír a uno en la vida real. Muchos eran políticamente incorrectos, vulgares, ordinarios. En ellos nos reconocíamos como un país que está cerca de la Nena Jiménez y lejos de Chaplin. Al oírlos no nos sentíamos inteligentes, pero sí vivos.
Eso todavía existe, repite el compadre, pero para verlo hay que abandonar la computadora y salir a las calles. Hace poco, en el Paseo Bolívar de Barranquilla, le oyó el siguiente argumento a un borracho.
-- Mi mujer me vive diciendo que el ron blanco no es la solución. Yo le digo: "no noda, mija, yo veo que tú nada más tomas café con leche y tampoco solucionas nada".
-- Quiero eso, compadre: reencontrarme con un chiste callejero aunque sea malísimo.
Mientras me animo a salir, me conformo con este chiste virtual que me acaba de llegar por mail.
Una chica gomela se dirige a un muchacho en la discoteca.
-- Oye, ¿tienes Instagram?
-- No.
-- ¿Tienes Facebook?
-- No.
-- ¿Tienes Twitter?
-- Tampoco.
-- Entonces, ¿qué tienes?
-- ¡Una vida…
-- ¡Ay, regálamela para Candy Crush…
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