Los días que se celebran cada año a veces se repiten sin ninguna incidencia. Vienen y se van. El Día del Niño, el de los Muertos, el del Periodista, son tantos; pero a veces, no sé por qué, algo hace que nos detengamos a pensar en uno de esos días como si fuera el más importante de todos, como si no fuera posible dejarlo pasar sin decir algo. Esta vez me pasó esto con el Día del Maestro.
Tal vez porque recordé a don Gregorio, ese viejo encantador de la película "La lengua de las mariposas", que no les pegaba a los niños como era costumbre en la España de 1936; o porque recordé esa canción de Patxi Andion que habla de ese maestro que leía con los niños lo que escribió un tal Machado; o quizá porque volví a leer ese sencillo cuento de Isaac Bashevis Singer: "El día en que me perdí", que cuenta la historia del distraído profesor Shlemiel quien siempre cargaba en sus bolsillos diarios, revistas y muchos papeles y por culpa de su mala memoria un día olvidó dónde vivía. ¡Pobre profesor Shlemiel…, si alguna vez ha existido un profesor realmente distraído, ese era él.
En fin, por mi cabeza hoy se pasean los maestros, aquellos que transforman la vida de alguien como si fuera un milagro. Que "rezan" con los libros y la vida como si en estas sencillas experiencias estuviera el secreto de todo. Pienso entonces en aquellos que enseñan en pueblos y veredas recónditas y todos los días tienen que inventarse un mundo para poder enseñar. No tienen salón y por eso un quiosco se vuelve un aula, no tienen sillas y una caja de gaseosa es una silla para dos, no tienen libros y por eso todo lo que ven, la vida de cada alumno, se vuelve un ejemplo que no se olvida.
Hay maestros de barrios que a diario asisten a la guerra. Recorren los nombres de sus listas infinitas y ven con tristeza cómo algunos estudiantes no vuelven porque murieron o desertaron, el miedo los encerró, la necesidad los obligó a creer que la educación en este país no es tan importante. A veces los profesores sacrifican las clases de sociales o de matemáticas para hablar de la vida, para orientar, para hacerles entender a los alumnos que es necesario tener esperanza, así el país les dé la espalda y lo ejemplifique con la falta de oportunidades.
El verdadero maestro es terco, no teme, persiste, lo único que quiere es que sus estudiantes piensen libremente. Si Colombia se preocupara como debiera por los maestros, este país se ahorraría muchas guerras, muchos muertos, entendería más. La educación sí que es un verdadero milagro, el problema es que no hemos podido entender cómo se santifica este derecho fundamental para que sea venerado como es debido.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6