Si no fuera porque José Absalón Ramírez todavía se resiste a abandonar ese pedazo de casa que flota sobre la ciénaga, Punta Brava hoy sería un caserío de fantasmas.
Así se haya quedado sin vecinos y sin tierra firme donde plantar los pies, este pescador de tilapia y corroncho decidió apiñar a los 12 miembros de su familia en el segundo piso que, por suerte, algún día levantó.
Vivir abandonados en la mitad de las aguas viscosas del río Cauca es preferible -dice- a irse para una carpa, a donde fueron a parar las otras 45 familias de Punta Brava.
José Absalón no tiene problema en que conozcan su drama. Al contrario, él mismo pone a disposición su chalupa, una que lleva sobre los retablos la maldición de un huequito.
Las calles destapadas de Punta Brava son apenas un recuerdo. Ahora es solo agua quieta que ha comenzado a oler a fruta podrida y desperdicio, luego de 15 días de haberse levantado por encima de un metro.
Mientras rema en su barca, en medio de un bamboleo nervioso, José Absalón cuenta que este pueblito no aparece ni siquiera en el mapa del municipio de Yotoco, en el Valle.
Al lado derecho va apareciendo la escuela en la que están matriculados dos de sus nietos: un caserón arropado con agua hasta la mitad de la pared (ver foto principal). También va saliendo al paso la cancha de baloncesto, y una virgen hundida hasta la cintura. Este caserío es la representación de la soledad.
Llegar a la casa de José Absalón es como estar atracando en una diminuta isla, desde donde los lugareños asoman la cabeza extrañados. Una nevera que nada dentro de uno de los cuartos, avisa que se ha llegado al lugar de una tragedia.
Todo el primer piso quedó sumergido. Por no estar acostumbrados a vivir sobre calles de agua, esta familia ha visto caer por descuido zapatos, camisas, gallinas y hasta niños, como acaba de ocurrir con Fredy, uno de los nietos de José Absalón. Lo sacan en medio de los gritos, mientras ven como se va sin rumbo una pequeña chancleta.
Sufre el Valle
Lo peor de todo es que no deja de llover. Es una imagen que se repite a lo largo y ancho del ochenta por ciento del departamento, dice Rodrigo Zamorano, secretario de Gobierno del Valle.
El municipio de Buenaventura, por ejemplo, acumula 1.500 familias damnificadas, de un total de 9.626 (lo que significa más de 32 mil personas) en todo el Valle, según el censo del viernes anterior.
La Victoria, un poblado a 180 kilómetros al norte de Cali, es el caso más dramático, si se tiene en cuenta que sus habitantes van a ajustar diez meses anegados, insiste Zamorano.
El invierno que le tocó por desventura al Valle, no tiene precedentes en los últimos 60 años. En esa proporción lo ubica Melba Leyner Vidal, la secretaria de Atención y Desastres del departamento.
Las autoridades hacen lo que pueden, pues 14 mil millones que se han invertido para contener la crisis no han sido suficientes.
Desde que se sale del Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, en Palmira, el paisaje comienza a palidecer. La vía que lleva a la Zona Franca del Pacífico (kilómetro 6 en dirección a Yumbo), lleva ocho días cerrada.
Bajo la llovizna punzante solo se divisan garzas, algunas ambulancias, así como un par de vehículos oficiales de la Gobernación y organismos de socorro.
Por la soledad del paraje, parece el ingreso a una zona de desastre. A lado izquierdo de la carretera, hombres de la Fuerza Aérea y el Ejército debieron depositar 150 volquetadas de tierra, para así evitar que el agua termine por comerse el otro costado de la vía.
Unas 35 empresas están cerradas. La gerente de la Zona Franca, Berta Rojas, evidentemente perturbada, dice que no dará declaraciones. Está parada, debajo de una carpa, de cara al inmenso lago turbio que amenaza con venirse. Luego de colgar con el gobernador del Valle, Francisco Lourido Muñoz, deja ver un semblante muy cercano al llanto.
La pregunta es, ¿de dónde viene tanta agua? La versión oficial es que un dique llamado canal Tumaco colapsó, haciendo que el río Guachal se desbocara. Las quebradas El Bolo, Palmira y Frayle, también ayudaron a engrosar el caudal.
Llega la enfermedad
En Buga la situación no es menos caótica. En El Porvenir, un corregimiento que se alza a bordo de la carretera, las gallinas viven hace un mes sobre los tejados.
Casi 200 familias dejaron las casas al arbitrio del agua y ahora lo más urgente es una batería sanitaria. Cuesta decirlo, pero estas personas no tienen dónde hacer sus necesidades, denuncia Juan Carlos Pinzón, un trabajador del aluminio. "La verdad es que en esta misma agua la gente tira sus propios deshechos", dice.
Las infecciones han comenzado a aparecer. Carmenza Betancur, una mujer morena de cuerpo lánguido y rostro cansado, exhibe un tobillo en el que se propagaron los hongos. Dice que se pasa día y noche midiendo el nivel del agua, con la esperanza de poder volver a entrar a la casa. "Cuando baja dos centímetros, luego sube cuatro y así".
A unos dos kilómetros está Puerto Bertín. O estaba. El río Cauca lo redujo a dos islotes. La Alcaldía de Buga contrató una canoa para que sus habitantes pudieran entrar y salir, al menos dos veces al día.
La tormenta no es que de mucho margen para trabajar. En el refugio de Punta Brava, Ana Lucía Rodríguez cuenta que varias manicuristas de la zona hace un mes que no bajan bandera. "¿Decíme, quién en invierno se quiere hacer las uñas? Es que ni yo, ¿oís?", se pregunta.
En la propia casa de José Absalón hoy se llevaron el loro para venderlo. "Yo quería mucho ese animalito, pero es que un cuñado nos ofreció 100 mil pesos por él. Claro, a cuotas de a 20 mil", refunfuña Lucy, la hija menor del pescador.
Lo dice mientras cuelga guirnaldas en el balcón. "Los vecinos tenían pensado cruzar banderines de lado a lado de la calle. Pero ni modo, nos tocó a nosotros solos. Hay que ponerle ambiente a esto".
¿No se sienten atrapados en medio del agua? Carlos Humberto, otro de la descendencia de José Absalón, responde. "Mucho estrés. Uno acostumbrado a ver gente en la calle, a tener a los niños jugando en el piso. Ahora solo nos vemos a nosotros mismos. Esto es puro silencio y eso desespera".
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