El padre Nicanor, mi tío, me recibió con tan dulce y amable sonrisa que apaciguó la turbulencia de alma que se había apoderado de mí y me había llevado a visitarlo. “Aunque sea para hablar con él bobaditas de política”, le había anticipado a Mariengracia, ocultando mi verdadera intención de buscar algún consuelo.
- Me gusta, tío, esa sonrisa suya que llena de ternura su vejez. Es un premio que, pienso yo, dan más los años que Dios mismo.
- No, hijo, no son los años sino, hablando de ternuras, la ternura de Dios, que lo vuelve a uno niño, así esté avejentado y senil.
- ¿La ternura de Dios? ¿Y eso con qué se come, padre Nicanor?
- Te lo voy a explicar. Y el tema, tan inactual, nos quita la tentación de hablar de política, de la pelea de Santos y Uribe (qué jartera), que me dijo Mariengracia era dizque de lo que querías charlar conmigo. ¡Nequaquam!
-Está bien, tío. Hábleme, pues, de la ternura de Dios.
-Eso lo aprendí de la carmelita francesa, Teresa de Lisieux. En contraposición a la idea de un Dios justiciero, tan francesa por jansenista y tan fin del siglo XIX por el integrismo religioso que la soporta, la joven mística carmelita descubre un Dios padre-madre que, aunque ella no usa esa expresión, se deduce de su planteamiento de una espiritualidad filial, de niño que se abandona a la misericordia. Su gran descubrimiento fue la ternura de Dios.
-La infancia espiritual, de la que tanto me habla usted.
-Exacto. Su propuesta espiritual es la vivencia del Absoluto como una relación de abandono y de confianza, como un hijo con su papá, con su mamá.
-¿Así de simple?
-Así de simple. El peligro es que como la obsesión por el pecado tergiversó el atributo de la justicia divina, también se entienda mal el de la ternura, el de su amor.
- Una antropomorfización, tío, de todas maneras.
- Sí, son apenas acercamientos al misterio. Pero ayudan. La ternura de Dios hay que entenderla, según Santa Teresita, como la posibilidad de abrirse a Dios -que no es juez y que, como ella dice “ignora el cálculo”- desde la invalidez de la condición humana, que no tiene otra salida ante el misterio que el amor.
- Suena bien, tío.
- Pero, ¡cuidado! Vivir la ternura de Dios no es derretirse en una emocioncita piadosa y seudomística, sino aceptar con alegría, con serenidad, la sequedad de la cotidianidad. Y más que sequedad, la irrelevancia y tal vez el sin sentido con que, querámoslo o no, nos toca vivir generalmente la vida. Esas turbulencias del alma, que tú dices.
- ¿Y eso cómo lo prueba, usted, padre?
-Pues, hijo, aunque no sea sino con una sonrisa. La sonrisa de un niño hacia su padre. O de un padre hacia su hijo.
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