La estupidez no conoce fronteras. Ni razas ni edades. Hay memos de 90 años que no han aprendido una a derechas (de nuevo el lenguaje nos muestra el camino) en toda su larga e inútil vida y mozos imberbes con voz de gallo capaces de sacarnos los colores con sus razonamientos.
Sin ir más lejos, comparado con una de las pasantes de mi diario, que ni siquiera había nacido cuando trataba yo por primera vez y en vano de abandonar el funesto vicio del tabaco, parezco un adolescente con la sangre en el caldero.
Cómo será la cosa que, en tono jocoso, la llamo "abuela" y ella a mí, "niño", lo cual no deja de estimular mi ánimo maltrecho en este duro tránsito hacia los 40 (en realidad 41, para qué engañarnos).
Hay imbéciles de toda condición, abundantes en el entorno de la política, donde se paga bien por cacarear y devolver favores, y donde sería menester fichar a base de talonario a los mejores ejecutivos de cada país en vez de conformarnos con lo de siempre. Pero no nos quedemos en lo fácil, la estulticia trasciende todo y se propaga a cualquier parte.
Esta misma profesión mía está cuajada de idiotas, cuyo único mérito es saber doblar el espinazo cuando corresponde y batir palmas con las orejas ante los que mandan, aunque sean enviados del averno, lo mismo da.
Se da por supuesto que es la pubertad, cuando comienza el destete de nuestros padres y nos unimos a la manada sedienta de experiencias de nuestros semejantes, el momento de nuestra vida en el que más tropezones cometemos. Aunque algunos sigamos toda la vida dando tumbos tan felices, no es menos cierto que algunas decisiones de esos años marcan a fuego el devenir de nuestras vidas. No todas son irreversibles y me pongo de nuevo como ejemplo.
Embriagado por la libertad y cegado por la noche, para no dar más explicaciones, yo mismo fui camino al precipicio. Perdí dos años de colegio y agoté la paciencia de mis padres, y hubiera sido aún peor si no hubiera salido a tiempo de la excitante senda de los perdedores. La experiencia me sirvió, como todo sirve en la vida, y pasé de ser oveja negra a tener dos niños colgados de la espalda y otros tantos títulos universitarios en el trastero. Una prueba más de que somos dueños de nuestro destino.
Y a eso voy, a los niños. Entre 2005 y 2010, Iberoamérica registró 73 embarazos por cada 1.000 adolescentes de entre 15 y 19 años, cuando el promedio mundial es de 55 por 1.000. El dato es preocupante porque estoy seguro de que todos ustedes conocen, aunque sea de soslayo, alguna chiquilla que está viviendo ese trance o transita por él.
Me viene a la cabeza el caso de una colega, vecina suya, que pasó por ello hace ya varios lustros. Lo vivió con naturalidad y con todo el apoyo de sus padres. Tuvo suerte y hoy tiene a su vera a un buen mozo que le saca tres cabezas y a otra niña de sus ojos nacida ya de la experiencia. Supongo, porque nunca me habló de ello, que hacerse madre siendo una cría debió de ser un viaje hacia la madurez vertiginoso cuyas secuelas se dan por descontadas.
Otras niñas no tienen esa suerte. Algunas abortan, por desgracia para las pobres criaturas (madre e hijo), y otras quedan marcadas para siempre. No por su propia estupidez sino por la nuestra. Según el Fondo de Naciones Unidas para la Población, tras esta elevada tasa de embarazos adolescentes en el continente figuran el complicado acceso a la educación sexual y la falta de servicios de salud reproductiva, problemas de fácil solución que hacen "más vulnerables a la pobreza" a miles de estas jóvenes. En hogares y escuelas debería tratarse de una vez el sexo sin misterios. Hablar de ello con todas sus consecuencias en vez de enseñar bobadas. No creo que sea más trascendente para una niña saber hacer una raíz cuadrada que evitar ser madre antes de tiempo. Por mucho que nada en esta vida sea del todo irreversible.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6