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Visita al Parque Amacayacu, para ver el Amazonas, el río alucinante

22 de junio de 2008
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Cuando uno se decide a meterse en las aguas del lago Tarapoto le sobrevienen dos sensaciones contradictorias: una de grandeza e, inmediatamente, otra de pequeñez.

La primera se explica en el hecho de estar rodeado por delfines rosados y grises, en esa piscina natural, sin dejar de sentirse seguro y dueño de tales maravillas. La segunda sale a flote frente a la inmensidad de aquel reservorio de aguas alquitranadas entre las que uno parece una hoja más, entre las que el cuerpo de un hombre es apenas un trocito del universo arrastrado por la marea incesante de vida que produce la selva del Amazonas.

Antes de lanzarme al agua, Alberto Paredes, nuestro guía y funcionario del Parque Nacional Natural Amacayacu, había comenzado a silbar suavemente para atraer a los bufeos, como también llaman los lugareños a los delfines rosados. Era un canto que él sabía de memoria, una memoria que es la de los pueblos indígenas que habitan allí ancestralmente. En esta parte del Amazonas, entre los municipios de Leticia y Puerto Nariño, del lado colombiano del gran río, viven los Tikuna, los Huitoto, los Cocama, los Miraña y los Yagua. Sus dominios también están en territorio peruano y brasileño, porque su relación con aquel mundo salvaje y exuberante no conoce límites.

Alberto, además de avezado navegante en lanchas con motor fuera de borda, es un tikuna sabio y callado. Muy pronto, poco antes del mediodía, su silbido surtió efecto y los delfines rosados comenzaron a curiosear alrededor del bote. En parejas y solos aparecían y desaparecían en la superficie mientras resoplaban con un tono menor pero parecido al que estamos acostumbrados a escucharles a las ballenas: ¡ffffuuuuuuu!

Los rosados son delfines un poco más lentos y menos acrobáticos que los grises, que son saltarines y huidizos igual que sus primos del mar. En el Tarapoto, que hace parte del sistema de lagos del río Loretoyacu, afluente del Amazonas, los delfines rompen el silencio y la calma y, por los cuatro puntos cardinales, protagonizan apariciones impredecibles.

El reportero gráfico Henry Agudelo, que es parte de nuestro equipo, se queja por la sorpresa con que lo toman los delfines rosados, sin permitirle una fotografía completa de sus siluetas de aspecto prehistórico. Los bufeos tienen una frente abultada que les sirve de radar para guiarse en las aguas oscuras de los ríos y lagos que forman parte del sistema natural amazónico. Ese "melón frontal" contrasta con sus ojos minúsculos y su trompa delgada y de dientes visibles.

A la zona de los lagos partimos a las diez de la mañana del miércoles 7 de noviembre bajo una lluvia que los nativos bautizan "blanca o espantaflojos". Salimos desde las instalaciones centrales del Parque Amacayacu en las que funcionan cabañas privadas y cómodas. Allí se hospedan los turistas. En la parte trasera del complejo están las oficinas y dormitorios de los funcionarios del parque, que también sirven de alojamiento temporal a estudiantes universitarios en pasantía. La ciudadela flota sobre estacones a unos tres metros del piso, para estar a salvo de las inundaciones y de las alimañas nocturnas. Es segura.

Cuando uno remonta la corriente del Amazonas se tropieza con paisajes variopintos en la orilla que corresponde a Colombia, pero igual en la que está en Perú y Brasil. Por tramos, los bordes están tejidos en la selva espesa y de apariencia impenetrable en la que cantan los guacamayos y los micos aulladores. Pero en otros pasajes se descubren potreros de pastos bien motilados y aldeas rodeadas por cultivos de arroz y plátano, base de la dieta local.

El recorrido rumbo a los lagos, a 35 kilómetros por hora desde Amacayacu, a orillas del Amazonas, apenas tarda 50 minutos. Antes de entrar al primer lago, nombrado El Correo, la lancha bordea un pueblito de tablas pintadas de todos los colores al que llaman "el pesebre natural de Colombia: Puerto Nariño".

Puerto Nariño se descubre apacible y desnudo. No tiene calles y apenas, sí, un par de bicicletas que se la pasan guardadas porque están prohibidas, por disposición de la Alcaldía, para no incomodar a los turistas. De allí al gran Tarapoto uno alcanza a dar dos bostezos y a mirar desde la lancha las aguas llenas de taninos que se desprenden de la vegetación. Decenas de nutrientes y compuestos naturales que convierten los lagos en un espejo gigante y oscuro en el que se estrella la luz del mediodía.

Al tiempo que comienzo a sentirme cansado después de remar 40 minutos con mis pies en las aguas densas del Tarapoto, Henry, mi compañero, me hace señas, pero omite cualquier palabra. No alcanzo a entenderle que hay un delfín rosado que cruza junto a mi espalda. Luego Alberto nos explica que esos bichos mansos pero esquivos son muy sensibles a las energías humanas y que generalmente se alejan. Entonces me halaga su compañía, aun tan pasajera.

Loros al oído
En el Hospital de Puerto Nariño, a las dos de la tarde, no quiero oír ni a la mosca más enana del Amazonas. El dolor de oídos me taladra el cráneo y luego se clava en mi humanidad como una lluvia de cerbatanas. El agua espesa del Tarapoto lanzó contra mis tímpanos el cerumen y el médico Darwin Toncel me lava de urgencia con una solución salina. Me aplica una inyección para el dolor y logra deshacer el infierno que comenzó minutos después de meterme al agua a hermanarme con los delfines.

El hospital de Puerto Nariño tiene limitaciones igual que el mismo municipio. Mientras pago la consulta de urgencias su administrador escucha vallenatos de los Hermanos Zuleta y me dice que carecen de una línea telefónica. También faltan archivadores, escritorios y camillas. Las instalaciones necesitan pintura y asientos para los pacientes que aguardan atención.

Al lado del centro médico de Puerto Nariño, que está en un cerro, queda el mirador turístico, una torre de madera de 14 metros de altura que la comunidad construyó con el sueño de atraer a más visitantes. El turismo es una fuente vital de ingresos, pero las organizaciones locales aún tienen pocos recursos e infraestructura para competir con los grandes operadores privados que ya se mueven como peces en las aguas del Amazonas.

En Puerto Nariño funcionan pequeños complejos de cabañas ecoturísticas. Según su ex alcalde Luis Álvaro Vera, el crecimiento del negocio es limitado. Los turistas entran al Amazonas por Leticia. Allí se quedan sus impuestos y, además, en ese municipio no hay bancos y por eso las transacciones también se trasladan a la capital. "Hay mucha plata que se pudiera quedar aquí -me explica-, pero se va río abajo...".

Vera es orgullosamente amazono. Debajo de su oficina en la Alcaldía, que hoy ocupa su sucesor Nelson Ruiz Ahué, funciona un pequeño museo con artesanías y algunas especies locales disecadas. Y en el despacho, en un asta de madera al centro, se descubre la bandera municipal en la que salta por el aire una figura que me resulta conocida y me recuerda el dolor de oídos que apenas se me está curando: un delfín rosado.

En las tardes, Vera pone en su grabadora la música de los Ewares, una agrupación de los indios tikunas brasileños que hace furor en la región. Es la preferida de los políticos por el éxito que tiene para alentar sus promesas de campaña. "No faltan en los eventos y gustan porque cantan en lengua indígena".

Mientras hablo con el hoy ex alcalde llega una orquesta de la selva mucho más poderosa. Afuera, en un nudo de guaduas contiguo a la Alcaldía, se posa una bandada de pericos a entonar un canto que aturde. Son cientos y han estado a punto de ser retirados mediante una tutela de un comerciante vecino que finalmente desistió de la querella, porque en Puerto Nariño saben que sin loros no hay selva.

Éxtasis centenario
Es impresionante ver atardecer en el balcón de la sede central del Parque Nacional Natural Amacayacu. Delante de mi se encuentra un turista alemán que contempla el viaje parsimonioso de los troncos que bajan por el río. Karl sorbe un café y yo una cola roja de Gaseosas Leticia. Él está a gusto, descalzo, con los tenis puestos a un lado suyo. Una baranda de madera separa el balcón de los troncos de los árboles frondosos que rodean el centro turístico. Uno de ellos parte en dos el paisaje que tenemos delante de nuestros ojos.

En la puesta del sol el agua alcanza a verse azul. Al fondo, la línea de horizonte la trazan las copas de especies como el cedro rojo y la caoba. Estamos ante el Reino de los Árboles Gigantes, como dice en las guías turísticas que promocionan la región. A nuestro lado, una turista se frota loción de menta para espantar los mosquitos que llegan con el ocaso. El reflejo del sol en el caudal es particularmente potente en los últimos días del verano amazónico. Y la brisa es leve, pero constante.

Se trata de una paz que todos disfrutamos con la música de fondo de las bandadas de aves que regresan a buscar sus ramas y nidos antes que anochezca. El silencio lo interrumpe un cornetazo del turista alemán que ahora se suena las narices en su pañuelo.

Corazón tejido
En la Casa Munane, de la Asociación de Artesanos de la comunidad indígena tikuna de Macedonia, sus 138 socios exhiben aretes, collares, pulseras, pinturas, lámparas e incluso utensilios de cocina. Lindaura Panduro Noriega y Merino Villa Pérez tejieron sus corazones como esposos y líderes de esa Asociación que todavía no alcanza las ventas a gran escala que sueñan.

El Parque Amacayacu es su mano derecha, porque desde allí llegan decenas de turistas cada semana a comprar los productos tallados en las maderas palosangre, chambira y yanchama. Su comercio aún tan limitado ocasiona que Merino y muchos de sus socios no tengan siquiera para pagar los útiles escolares de sus hijos.

En el Amazonas se vive en paz, pero con muchos aprietos. Habitar junto al río es una ventaja porque provee pescado y en sus alrededores prosperan las chagras (cultivos de pan coger familiares o comunitarios), pero también significa una debilidad si no se tienen un bote y un motor. El galón de gasolina cuesta 10.000 pesos y en muchas comunidades apenas hay una embarcación. Los alumnos pierden clases o se retiran porque viven en zonas alejadas y no hay ni motor ni plata ni gasolina para su transporte.

En el preescolar local la maestra Rosabel Peña trabaja con las uñas, con libros viejos y desactualizados. A las 10:35 de la mañana de este martes 6 de noviembre ella acaba de regresar con sus alumnos al salón tras una presentación de los niños de cuarto y quinto grado. Se vistieron de guacamayos y jaguares para recibir a los alumnos de último año de bachillerato del Gimnasio La Montaña, de Bogotá. A la danza folklórica la siguió una donación de cuadernos y lápices de los muchachos de la capital.

"Siempre se sufre lo mismo. El preescolar se quedó sin papelería. Hubo que sacar plata del propio bolsillo -me relata la maestra Rosabel- para conseguirles útiles a varios alumnos". Macedonia no tiene biblioteca y los niños no pueden ni investigar ni leer sobre sus temas de clase.

En su casa-taller de artesanías la curaca (jefe comunitaria) Eudosia Morán León reclama docentes y coincide con sus vecinos en que las distancias y la pobreza son enormes. En ese poblado hay 200 jóvenes en edad de ir a la universidad, pero solo un viaje de ida a Leticia vale 40.000 pesos, lo que cuesta alimentar un hogar indígena del Amazonas durante una semana.

Los muchachos no quieren rendirse, pero la mayoría termina la primaria y se tiene que poner a trabajar. "¿Será -me pregunta Eudosia- que nuestra suerte y la de nuestros muchachos les importan al Gobierno y al país?". La evidencia de la respuesta me apena.

El río que engorda
El momento más sobrecogedor llega a las seis de la tarde: comienzan a reventar haces de luz rosada por el occidente. El sol acaba de anidarse en el techo de la selva y desde allí salen primero dos rayos, luego tres y más adelante cuatro. En ese mismo orden desaparecen.

Cada atardecer en el Amazonas es distinto. Los colores nunca se repiten, me asegura Yílber Panduro un indígena de la comunidad Palmeras que pesca y navega por las orillas de Amacayacu. Entonces, un rayo rojo que parece disparado por un reflector natural sale del follaje y se clava en la barriga de la noche. Ni en el Atrato ni en el Cauca ni el Sinú ni en el Caguán, otros ríos colombianos, había presenciado un atardecer tan admirable.

En inmediaciones de Amayacacu, según Alberto Paredes nuestro guía, una orilla del río alcanza a estar a siete kilómetros de la otra. Eso basta para imaginar cómo será el cauce cientos de kilómetros abajo, en Brasil, tras recibir los miles de metros cúbicos de sus afluentes. Cómo se ensancharán sus aguas espumeantes y cafés parecidas a un batido de chocolate espeso que alimenta delfines rosados. Un mar de agua dulce que a uno que otro turista le lava los oídos y le recuerda lo minúscula que es su humanidad metida en aquel caudal que arrastra tanta vida y belleza.

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