Las grandes ciudades del país son hoy uno de los nuevos objetivos del mercado ilegal. Ya no ocupan el lugar de simples estaciones en la ruta del mercadeo del narcotráfico, sino que, paulatinamente, se están viendo afectadas por lo que representan para su comercialización y el consumo.
En el Valle de Aburrá, una investigación publicada en este medio y utilizando cifras del CTI, advirtió que el microtráfico alcanzaba a generar alrededor de 120 mil millones de pesos al mes. Suma astronómica, si se entiende que ésta entra a ser distribuida, con niveles de empoderamiento territorial distintos, entre no menos de 130 organizaciones delincuenciales que hacen de esta renta la principal variable de su financiación.
La situación en otras ciudades refleja este giro dramático de convertirnos en exportadores y consumidores a la vez.
Como Bogotá, donde en el 2011 el consumo de narcóticos aumentó en un treinta por ciento (30%), según datos de la Secretaría Distrital de Salud; o en Cali, que para el mismo año reportó la más alta cifra de narcóticos incautados, 22.469 kilos, de los 63.619 retenidos en todo el país, producto de los operativos de los Planes Cuadrantes de la Policía Nacional.
Todo esto indica, a su vez, que el consumo ya no es cosa exclusiva de habitantes de la calle y bandidos de esquina, quienes llenan en el imaginario social el prototipo del drogadicto y vicioso. Tal vez nos estemos convirtiendo en un pueblo cada vez más consumidor, que integra el uso a las prácticas laborales, lúdicas y de respuesta emocional. Pero esta realidad tiene un peso liviano que es excluido por el torrente que genera la guerra contra la producción y el tráfico.
Por otro lado, las estrategias de seguridad y combate a los combos y bandas todavía no arrojan los resultados esperados. Paradójicamente, la persecución que han sufrido estas estructuras las ha obligado a un reacomodo, los lleva a buscar nuevos refugios, nuevos socios y otros mercados; reproduciéndose y aumentando su margen de acción.
Los municipios aledaños también se ven afectados por este proceso de apertura y rediseño de acción. Pues poblaciones como La Ceja, Marinilla y Rionegro, en el oriente cercano a Medellín; y La Estrella o Caldas, al sur del Valle de Aburrá, padecen iguales incrementos de la violencia.
Las estructuras delincuenciales de carácter más urbano han devenido como estrategia de protección de este caudal económico que representa el narcotráfico. Funcionan en red y tienen cierto carácter de descentralización en su funcionamiento. Se apartan del modelo de mando creado por los viejos carteles.
El poder fáctico que brinda la riqueza acumulada y la capacidad de corrupción a la institucionalidad, les permite a los carteles del narcotráfico, a las oficinas de cobro y hasta a los combos la desestabilización de la gobernabilidad, hecho que dejó de ser amenaza exclusiva de Medellín o Cali.
La larva de conflictos mal acabados puede dar origen a la conformación de nuevos focos de violencia y nuevas estructuras de poder. La violencia urbana, sostenida por la acción del narcotráfico, es el nuevo rostro de los conflictos en todo el continente.
Este complejo desarrollo del narcotráfico nos está obligando a plantear nuevas formar de tratamiento. Medellín y Cali tienen la moral y el conocimiento suficientes para convertirse en los epicentros de un debate sobre los efectos del narcotráfico y la conveniencia o no de la legalización de las drogas psicoactivas. A raíz de la próxima Cumbre de las Américas en Cartagena se habla de la legalización y la confrontación al narcotráfico. Y... ¿del consumo qué?.
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