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En la vía entre Los Patios (Norte de Santander) y Bucaramanga (Santander) hay una red de 13 refugios, dos puestos de atención de la Cruz Roja y algunos centros de apoyo humanitario que brindan atención a los migrantes venezolanos que a diario llegan desde la frontera.
Cada día, en los lugares de paso, llegan por lo menos 100 caminantes, según la Cruz Roja, ubicada en Montebello (Los Patios). Hidratación, primeros auxilios, recarga de celular, llamadas, internet, orientación y alojamiento, entre los servicios que se ofrecen a los migrantes.
Entre los puestos de auxilio, existe un kiosco a la altura del sector “La Garita”, que por sus particularidades lo hacen destacarse del resto, no solo por la fachada, que con cientos de esquelas de colores con emotivos mensajes, cuelgan en el techo, sino por el trabajo de Marta Alarcón, la propietaria, quien ha convertido su trabajo en un sitio obligado para que los migrantes se detengan.
De frágil figura, verbo fluido y tenacidad, la colombiana ha dedicado al menos tres años al auxilio de quienes sin recursos, pero con mucha ilusión, deciden emprender esta complicada aventura.
“Empecé a ver que pasaban muchos. Un día le pregunté a uno por qué salían y me dijo que la situación estaba muy difícil, que allá había comida pero que todo era muy caro. Le pregunté que por qué no me dejaba el recuerdo de todo el grupo que lo acompañaba en un papelito con algo escrito y así se comenzó”, relató Marta, señalando los cientos de mensajes que adornan su lugar.
Cartones, billetes, cartulinas de colores, hojas de papel, envoltorios de golosinas y cajas vacías de medicamentos han sido utilizados para dejar los sentimientos plasmados durante su recorrido.
En La Esperanza, como lo bautizó, ofrecen tinto, aromática o algunos pesos para que el bus los lleve hasta un peaje cercano. En las noches de frío, la mujer ofrece resguardo en un pequeño espacio del local, bajo techo, para curar las laceraciones de los pies que llevan algunos, producidas por las eternas caminatas.
“Hablo mucho con ellos y a los más muchachitos les aconsejo para que no se salgan del camino”. Cada historia escuchada le permite conocer el dolor de los venezolanos.
No recibe ayuda de entidades ni de particulares, salvo algunos casos en los que le aportan una bolsa de café, panela o ropa. Sus acciones son gratuitas y movidas por la voluntad y un buen corazón. “Una pareja que vino de Canadá me trajo un mercado grande que nos duró 20 días”.
Hace unos días atrás, recordó, llegó a abrir el kiosco a las 5:00 a.m. y se encontró con más de 100 personas, entre ellos 17 niños. “Cuando vi a tanta gente no sabía qué hacer, estaban ahí en el piso con hambre. Le dije a mi hijo que descargara los termos de café que traíamos para la venta y los panes para repartirlos, hicimos lo imposible para que todos tuvieran un bocado”. En el local tampoco faltan los medicamentos.
La llegada de los caminantes por la frontera no se detiene. Carolina Domínguez habló con EL COLOMBIANO en las cercanías de “La Esperanza”.
Llegó desde Puerto Cabello (Venezuela) hasta la frontera, luego de 18 horas de trayecto en un viejo bus. En San Antonio del Táchira cruzó el puente Simón Bolívar y desde allí, dice, emprendió “la mayor aventura de mi vida”.
A pie, bajo un intenso Sol y temperaturas que rondan los 38 grados Celsius, la mujer de 48 años, inició el recorrido de 527 kilómetros, desde La Parada (Villa del Rosario), hasta Zipaquirá, en donde aspira establecerse. Va con sus dos hijos, de 24 y 19 años, y tres nietos, de seis, cuatro y dos años.
“Haremos el trayecto con lo que demos, si sale aventón lo agarramos, sino a pata. El riesgo vale porque allá no hay solución”, comenta Carolina, mientras recuerda que la comida se consigue, pero “si hay desayuno, no hay almuerzo ni cena”.
Mientras relataba lo difícil que resulta vivir en su país, su hija Nazaret se aparta a un lado de la carretera y sobre un andén, se sienta y amamanta al menor de los niños de 2 años. Ella es viuda y seguidora de Nicolás Maduro.
“Es dura la situación para todo. No creo que la ayuda vaya a llegar. No me quejo de mi presidente Maduro, pero la situación es tan dura que las ayudas no alcanzan”.
Con agua y alimentos en un bolso, Nazaret sienta de nuevo al niño en el coche y comienza a empujar hacia Zipaquirá. “Por mis hijos hago lo que sea, ellos valen el esfuerzo y debo asegurarles un mejor futuro”, dice al despedirse.