No parece importar que 340 refugiados, repartidos en dos barcos, tengan poco para comer ni que la mayoría de ellos lleven más de 96 horas esperando un gesto de humanidad de dos países europeos: Italia y Malta. El pulso por permitir que esas personas y esas familias reciban atención en suelo del viejo continente aún se decanta a favor de las posturas que cierran fronteras, sin que pese la magnitud humana de la tragedia en el Mediterráneo.
Se trata, en todo caso, de dos barcos: uno con bandera holandesa, el Lifeline, operado por la ONG homónima y que lleva años navegando esas aguas para rescatar refugiados. Desde el miércoles intenta llevar 227 a puerto. El otro, es el mercante danés Alexander Maersk, que decidió ayudar al primero el jueves pasado y alivianar su carga al permitir el transbordo de 113 migrantes.
El Lifeline completa ya cinco días pidiendo a las autoridades de la isla de Malta que le permitan atracar en el puerto de La Valeta, sin éxito. El Maersk se encuentra en las inmediaciones de la isla italiana de Sicilia, aguardando a que Roma le permita la entrada a pesar de que, como ya es consabido, actualmente Italia asiste a un gobierno ultranacionalista con Matteo Salvini.
Ni las autoridades italianas ni las maltesas han dado permiso a estos barcos para atracar en sus puertos, por lo que permanecen a la espera de instrucciones y, más aún, de muestras de humanidad desde territorio europeo.
Por el contrario, podría ser España nuevamente, bajo el mandato del socialista Pedro Sánchez, el actor que acuda en ayuda de los cientos de migrantes y ofrezca alguno de sus puertos. De hecho, el barco Aquarius —el primero rechazado por autoridades italianas y maltesas hace dos semanas, mientras llevaba 630 migrantes—, se encuentra ya faenando de nuevo en aguas del Mediterráneo y alerta para rescatar más personas, tras haber llevado a las anteriores a Valencia el domingo pasado.