La sustancia que le arrojaron a Sergei Skripal cuando se encontraba sentado en una banca junto a su hija Yulia, en Salisbury, ciudad al sur de Inglaterra, el pasado 4 de marzo, le causó un bloqueo nervioso que se tradujo en convulsiones y un seguro paro cardiorespiratorio.
Se llama Novichok y era considerado el agente químico más poderoso jamás desarrollado -el terror del Pentágono durante los años de Guerra Fría-, aunque jamás había sido probado sobre una persona. Hasta ahora.
Skripal padre, un doble espía, que luego de trabajar para Rusia se vendió a los ingleses y por ello fue condenado por alta traición en su país, se debate junto a su hija entre la vida y la muerte, mientras que ambos países con los que trabajó se mantienen en un estado de tensión que no se veía desde la Guerra Fría.
De hecho, ayer la primera ministra británica, Theresa May, expulsó 23 diplomáticos rusos de su país. El gesto más contundente de ruptura entre ambos países en 30 años.
La respuesta fue todo menos condescendiente. El embajador ruso Alexander Vladimirovich Yakovenko calificó este gesto como “absolutamente inaceptable e indigno” y como “una provocación”.
Sin embargo May no retrocedió y culpó a su homólogo Vladimir Putin de actuar con desdén en este caso de envenenamiento que hace recordar al de Alexander Litvinenko, otro exespía ruso con estatus de asilado, muerto en territorio británico por ingerir Polonio-210 en 2006.
El canciller ruso Serguéi Lavrov aseguró que la respuesta de su país al caso “llegará”, no sin antes agregar que la actitud de May es “hostil” y responde a una “rusofobia”.
Vale recordar que Skripal tenía estatus de refugiado en Inglaterra en 2010 tras un intercambio de espías entre el FBI y el Kremlin.