La separaron de su familia a los 5 años. La llevaron a una institución donde la despojaron de su lengua, de sus costumbres, de sus raíces. Le cortaron el pelo, le hablaron en un idioma que no conocía y le contaron una historia que no era la suya. Le cambiaron el nombre y tacharon como falsas sus más profundas creencias religiosas. Anemki Wedom no murió, pero dejó de existir. La “mataron”, eliminando de ella todo rastro de su historia. O así lo intentaron.
Como ella, más de 150.000 niños indígenas de Canadá fueron ingresados a residencias donde el Estado pretendió su “reeducación”, su aniquilación cultural. “Eran cárceles manejadas por religiosos, algunos pederastias. Cientos de niños fueron violados, golpeados por hablar su lengua indígena, obligados a olvidar todo aquello que los hacía ser ellos”, señala Anemki, en entrevista con EL COLOMBIANO desde Ottawa. “Sobrevivir significó recuperar la identidad robada”.
Anemki es originaria de Tk’emlúps te Secwépemc, un pueblo indígena de la provincia Columbia Británica, al occidente de Canadá. En 2008 fue llamada a conformar una Comisión de la Verdad que buscaba relatar el dolor de los miles de nativos que se vieron forzados a ingresar a estas instituciones. El informe final, presentado en 2015, reseñó abusos físicos, emocionales y sexuales, documentando la muerte de al menos 3.200 menores por falta de cuidados. “Estas residencias fueron un instrumento para efectuar un genocidio cultural”, señala la líder indígena.
Ese término volvió a resonar en Canadá el pasado 3 de junio. Ese día una segunda comisión de expertos acuñó como genocidio la difícil situación que viven los indígenas de ese país. La tragedia se concentra en las mujeres y los niños. Siendo apenas el 4.6% de toda la población, las mujeres indígenas representa más del 18% de las víctimas de homicidio. La Policía determinó en 2014 que entre 1980 y 2012, alrededor de 1.200 mujeres indígenas fueron asesinadas o desaparecidas.
En Canadá una mujer indígena tiene más probabilidades de morir que una mujer blanca.
“Este es un día incómodo para Canadá. Les hemos fallado, pero nunca más lo haremos”, afirmó Justin Trudeau, primer ministro de ese país, cuando se conoció el informe que Anemki y sus compañeros hicieron oficial en 2015. El pasado 5 de junio, ante los resultados de la segunda comisión de expertos y tras negarse a mencionar en su primer discurso la palabra “genocidio”, aunque en las conclusiones del informe esta palabra se repite más de 150 veces, el primer ministro por fin dijo: “aceptamos las conclusiones, especialmente que lo que sucedió fue un genocidio”.
“No es suficiente. Él ha tenido oportunidades para cambiar la situación que vivimos los indígenas y no lo ha hecho. Su aceptación es valiosa, pero lo que esperamos son garantías de no repetición. Y eso, hasta hoy, han sido solo promesas inconclusas”, señala Anemki.
Pese a la aceptación de Trudeau, sectores políticos y civiles de Canadá no están completamente seguros de que la situación se asemeje propiamente a lo que el derecho internacional denomina como “genocidio”. Nadie parece capaz de negar la compleja situación que viven los indígenas, pero el debate sobre cómo nombrarla sigue abierto.
Una definición ganada a pulso
Aunque el uso de la palabra genocidio levantó polémica, no es la primera discusión de ese estilo. “Es un debate que se ha venido dando desde hace varios años, no solo en Canadá sino en Estados Unidos y en América Latina. ¿Cómo nombrar los sucesos que marcaron a la población nativa de este continente durante los años de conquista y las repercusiones que tuvieron?”, pregunta Gabriel Gómez, profesor de sociología del Derecho de la Universidad de Antioquia.
Y es que el término, explica el académico, es el resultado de una Modernidad que se construyó durante los siglos XVI, XVII y XVIII que no tuvo en cuenta a los pueblos indígenas o afro. “El discurso de los derechos humanos es en principio muy restrictivo. Se pensó y ejecutó para una población europea y blanca. El genocidio, una palabra que existe apenas tras la Segunda Guerra Mundial y debido, en gran medida, al Holocausto, tuvo la misma línea”, explica Gómez.
La Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), define, en su artículo 2 que “se entiende por genocidio cualquiera de los actos (...), perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional étnico, racial o religioso”.
A partir de los años 60, y tras unos procesos llevados a cabo en gran medida en América Latina, nacieron y se expandieron una serie de reivindicaciones indígenas de identidad y autodeterminación. “Estos movimientos comienzan a someter a critica los postulados más tradicionales del discurso de derechos humanos. Toman de ello todo lo que tiene que ver con el tema de la identidad y cuestionan fuertemente su visión meramente occidental”, dice el experto.
Para Gómez, no resulta extraño que siga existiendo una resistencia a nombrar como genocidio la situación de los pueblos indígenas. “En realidad, que ya una autoridad como Justin Trudeau haya aceptado el termino es un gran avance, resultado de la reivindicación de intelectuales críticos para darle un nombre a lo que ocurrió en América y África durante el proceso de colonización” concluye el académico.
Sin embargo, y según Anemki y las dos comisiones de expertos que han entregado sus resultados en Canadá, el genocidio indígena en ese país no es un asunto del pasado.
Presente doloroso
El cuerpo de Tina Fontaine, de 15 años, fue encontrado envuelto en un plástico con 12 kilos de piedras. Tina vivía con su abuela paterna. Ya para 2014 su padre había muerto en una riña por una deuda de 60 dólares. Desde su asesinato, Tina bajó las notas en la escuela, se involucró con drogas y alcohol. Su abuela dio aviso a las instituciones estatales.
En junio de 2014, la pequeña decidió dejar la casa de su abuela y visitar a su madre. Viajó con 50 dólares y la instrucción de llamar cuando estuviera lista para volver. A los pocos días envió una foto acompañada de unas palabras a su hermana. Tenía golpes en la cara y según decía, su madre, trabajadora sexual, era la culpable. Cuando se enteró, su abuela avisó a tres agencias estatales de asistencia. Estas terminaron discutiendo sobre a quién correspondía atender el caso.
Finalmente, Tina fue llevada a unos hoteles de acogida de donde escapó rápidamente. Vivió en las calles, valiéndose por si misma. En dos ocasiones más fue rechazada por albergues de la ciudad, pese a la vulnerabilidad en la que se encontraba. El 8 de agosto de ese año fue vista de nuevo, cuando las autoridades detuvieron un camión donde ella se transportaba con un hombre alcoholizado. Aunque ya para entonces Tina había sido declarada como desaparecida, pudo seguir su camino.
Horas después, su cuerpo fue encontrado en un callejón. La llevaron a un centro médico donde Tina reconoció que había estado con un hombre mayor, al que llamó Sebastián, que además usaba drogas. Fue dada de alta e ingresada a un centro de servicio para familias y niños. Pese a que había indicios de que la menor había sido víctima de un abuso sexual, Tina pudo salir de ese hotel sin ningún problema. Esa fue la última vez que se le vio con vida.
“Canadá y el sistema le fallaron por completo a Tina”, señaló su abuela en unas declaraciones recogidas en el New York Times. Un año después de la muerte de la pequeña, Justin Trudeau ordenó el informe de la comisión que el pasado 3 de junio aseveró que Canadá era testigo de un genocidio. Aunque no hubo señalamientos de responsables, el informe sí acuñó “la inacción estatal” como una de las causas de los crímenes.
“Un genocidio nunca pasa solo porque haya una orden de una parte. Los genocidios tienen inmersos una lógica donde se inmiscuye la sociedad general para exterminar otra parte de la comunidad. Y es lo que hace que este pronunciamiento en Canadá sea especialmente fuerte: no solamente es frente a las prácticas estatales sino también a nivel del canadiense de a pie”, señala Camilo Umaña, abogado de la Universidad del Externado y especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario,
“No creo que el resto de la sociedad canadiense sienta o comprenda nuestro dolor. Lamentablemente ellos son ignorantes de su pasado. Y lo son porque la educación con la que han nacido nunca ha reconocido ni ha enseñado nuestro pasado indígena. Los canadienses no saben de dónde vienen”, dice Anemki Wedom.
“Sebastián”, el hombre con el que Tina fue vista por última vez, se llama en realidad Raymond Cormier. La Policía lo arrestó después de una operación en la que se grabaron audios que según los fiscales demostraban que Cornier había intentado tener sexo con Tina y que al darse cuenta que tenía 15 años, se llenó de furia. Pese a eso, la autopsia de Tina no determinó causa de la muerte. Tampoco hubo evidencia de abuso sexual ni pruebas que vincularan a Cormier. En febrero de 2018 quedó libre.
La última residencia escolar similar a la que Anemki sobrevivió cerró en 1996. Solo 23 años han pasado. Las heridas aún están abiertas, tanto como para que Anemki señale: “tras estar en ese lugar, dejamos de ser indígenas y nunca fuimos canadienses. Somos como almas errantes vagando por un país que no nos reconoce. Personas perdidas sin pasado y en lucha por un presente”.