viernes
3 y 2
3 y 2
La nieve que lentamente cae en Ucrania y la celebración de la Navidad y el Año Nuevo Ortodoxo, el 7 y el 14 de enero, serían de ordinario motivo de gozo en un país que –por su origen eslavo– es poco dado a sonreír y tan acostumbrado a los tiempos difíciles. Pero en medio de la agresión desatada por Vladimir Putin desde el 24 de febrero de 2022, no hay razones para el júbilo.
Si bien los cafés y los restaurantes en el centro de Kyiv –la capital ucraniana– tienen una relativa buena afluencia de clientes, se trata más de una de las pocas distracciones, de un intento de normalidad, algo así como una compostura esforzada. La ciudad funciona a media luz, con cortes permanentes de energía, el riesgo del reinicio de los bombardeos y el constante estrés de pobladores indefensos frente a la destrucción de sus hogares. El mundo contempló a millones huyendo en las primeras semanas de la invasión y eso es lo que en parte explica las decenas de edificios semivacíos o aparentemente abandonados en Kyiv.
Pero para cientos de miles de otros ucranianos el drama continúa, con sus vidas suspendidas, en una guerra ya de desgaste. Como me lo comentaba Oli, un joven graduado en artes y con buen dominio del inglés, en la céntrica calle Yaroslaviv Val: “Antes de la guerra organizaba conciertos y vivía bien; ahora quiero llegar a Viena a estudiar, pues ando sin nada y sin ninguna posibilidad”.
En otros reflejos de la ciudad, el pie de guerra se advierte con mayor claridad, una ciudad que hasta su nombre debe reivindicarse, pues, por razones históricas, Kiev es una referencia rusa, pero en realidad el nombre de la capital es Kyiv. Basta, entonces, observar a los paisanos vestidos de militar que entran esporádicamente a los supermercados, o el amable joven oficial que me contaba con altivez y enojo que regresó a la ciudad para esperar a los bielorrusos.
Es una tragedia, o cómo más se pudiera describir la invasión de la patria y tener que escoger entre huir –los que pueden–, luchar o morir. Claro que las condiciones para un ucraniano en los territorios ocupados de Lugansk, Donetsk o Zaporiyia, al este del país, son más dramáticas, y ni se diga en las asediadas poblaciones de Bakhmut, Soledar o Kherson.
Y eso que lo hecho por Putin ha sido un desastre, como el plan de llevar a cabo un desfile militar en la emblemática calle Jreshchatyk, de la capital a los tres días de la invasión. O los contundentes golpes militares recibidos en Makiivka, Kharviv, Kherson, que han hecho estallar el mito del poderoso ejército ruso. De lo contrario, la situación sería mucho peor, con miles de muertos y sometidos a Rusia, sin ninguna posibilidad futura, como Bielorrusia y Kazajistán.
Pero Estados Unidos y Europa entendieron que sale más barato y menos doloroso invertir en su propia seguridad a través de dotar a los ucranianos. Mejor que luego perder a sus propios hombres y repetir con Putin el horror de las anexiones territoriales de 1938 y 1939 de Hitler que desataron la Segunda Guerra Mundial. Una monstruosidad narrada desde el frente polaco en el sobrecogedor libro, de 1946, “El drama de Varsovia”, de Casimiro Granzow y de la Cerda. Mientras tanto está la ambivalencia para facilitar armamento pesado a Ucrania de parte de algunos líderes como el presidente francés Emmanuel Macron y, en general, de la OTAN.
Como me lo comentó el Representante Especial para América Latina y el Caribe del Ministerio de Exteriores de Ucrania, Ruslán Spirin, “la sociedad ucraniana ha cambiado; no pretendemos regresar a la órbita de la influencia de Rusia. Hemos escogido muy claro nuestro futuro, el de nuestros hijos y nietos, los valores de una comunidad internacional civilizada y democrática. Porque no hay nada que ver entre Rusia y democracia, un país en el que la gente vive con miedo puro”.
Lo que había detrás del igualitarismo comunista que exportó la Unión Soviética durante 70 años fue un proyecto de rusificación muy agresivo y de esclavitud para quienes la conformaban. Países que tenían sus propios idiomas y costumbres, pero en los que obligaban a los niños a estudiar en ruso desde el primer grado y solo hasta el quinto podían hacerlo en su propia lengua. O lo ejecutaban desplazando gente a lugares lejanos, para que se casaran y así mezclarlos para extender las raíces rusas.
Lo extraño no es solo que la mayoría de gobiernos de América Latina no se conmocionen frente a la agresión y totalitarismo de Putin, sino, además, como lo sostiene el Representante Especial, Ruslán Spirin, que “varios países de la región están esperando a ver quién comienza a ganar para asumir una verdadera postura”. A lo que agrega que “es una equivocación porque el nuevo orden mundial será sin Rusia como jugador de primera línea y los países latinoamericanos podrían infortunadamente no estar en primera fila”.
Es más, Spirin sostiene que “hay países esclavos de Rusia en América Latina”. Al preguntarle si se refiere a Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba, Spirin, precisa –y matiza a la vez– al señalar que “eso es lo que dicen los analistas y se desprende de las votaciones de la ONU”.
Una posición muy en la línea con la que sostienen el expresidente Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el reciente libro “La nueva soledad de América Latina”. Un texto con olvidos, como el origen del Grupo de Río en el Grupo de Contadora, o la sobrestimación de las potencialidades de China, aunque sin duda clarificador y sustancial. Para Lagos, fue un gravísimo error la politización de la política exterior latinoamericana desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela, en combinación con la de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua.
Una tendencia a la que siguen jugando varios presidentes de la región en la actualidad, con proyectos populistas o dictatoriales, con poco o ningún compromiso con la democracia. Gobiernos que hasta producen ‘diplomáticas’ condenas a Rusia en la ONU, pero que no hacen nada por materializarlas, en línea de lo que sostiene Aguilar Camín.
Claro, es entendible que países como Ecuador, Chile y Paraguay y hasta Argentina cuiden una balanza comercial muy superavitaria con Rusia. Pero resulta chocante en los casos de Bolivia, Brasil, México o Colombia, que tienen balanzas comerciales mínimas y hasta deficitarias con Rusia.
En cuanto a Colombia, es pintoresco que no se sienta ni siquiera moralmente obligado por los preceptos de democracia, libertad y estado de derecho del preámbulo de la OTAN y siendo el primer país de América Latina en ser socio global de la organización. Con socios así para qué enemigos.
Debería América Latina sacudirse y alinearse en la defensa de la democracia, aprovechar la oportunidad para estar en primera fila del nuevo orden mundial de la postguerra de Ucrania.
*Por John Mario González
Analista internacional y columnista desde Kyiv.