En Italia, la retórica electoral contra la migración dejó de estar solo en los discursos. “Se acabó la buena vida”, resumió el ministro del interior Matteo Salvini, promotor de la ley que endurece las medidas contra refugiados y cuyo primer efecto fue el cierre del segundo centro de acogida de migrantes de ese país.
Castelnuovo di Porto, considerado un lugar modelo para la integración de refugiados, e incluso visitado por el papa Francisco en 2016 como muestra de convivencia entre distintas culturas, fue cerrado. Sus 535 residentes los repartieron en otros lugares de atención a migrantes o directamente expulsados a las calles.
“Me comprometí a cerrar las megaestructuras de recepción, donde hay desperdicios y delitos”, argumentó Salvini. Agregó que el Estado italiano ahorrará unos 6 millones de euros con la expulsión, a lo que una de las diputadas opositoras, Rosella Muroni le contestó: “¿Y a dónde irán? Son personas, no números”.
Fábrica de clandestinos
La ley antimigración, también llamada decreto Salvini, no se detiene en los centros de acogida de refugiados. Tras su aprobación en diciembre del año pasado, en Italia se abrió el camino para la expulsión de migrantes considerados un “peligro social”. También facilita la deportación de los extranjeros que reciban una primera condena, sin darles espacio a rebatir la decisión y buscar una absolución en segunda instancia.
El gran vacío de la norma, para María Teresa Palacios, experta en migración y directora del Grupo de Derechos Humanos de la Universidad del Rosario, es que bajo el argumento de la seguridad se incluye a un grupo indeterminado de personas y deja en el aire la posibilidad de una deportación masiva (ver recuadro).
El otro riesgo, de acuerdo a Graziano Palamara, experto italiano en relaciones internacionales y profesor de la Universidad del Rosario, es que la ley Salvini, en lugar de estar reduciendo la migración ilegal, la aumente.
“Realmente, están creando clandestinos”, afirma. Y explica que el efecto de retirar la condición de refugiado a cientos de miles de personas –600.000 migrantes permanecen de forma irregular en Italia, según el Instituto Cattaneo– y reafirma la posición de Palamara.
Las dos Italias
Pero este primer efecto de la ley antimigración no fue aceptado sin más. Videos grabados por migrantes expulsados, registrados por el diario italiano Reppublica, despertaron indignación. En estos cuentan que dejaron de comer varios días e incluso bebieron agua del inodoro para evitar la deshidratación en los lugares a los que fueron enviados.
“Dios, perdónalos porque no saben lo que hacen”, dijo a través de Twitter la comunidad de la Basílica de San Francisco de Asís. Por su parte, la alcaldía de Castelnuovo, encabezada por Riccardo Tavaglini, coordinó protestas para rechazar el cierre y anunció la asistencia de los expulsados con recursos locales. Otros mandatarios locales, como Luigi de Magistris, en Nápoles y Leoluca Orlando en Palermo, han manifestado que no obedecerán la ley Salvini.
“Esta es la respuesta de la sociedad civil italiana que por fin empieza a reflejar lo que la historia de nuestro país es en realidad”, afirma Palamara.
Porque en Italia, frente a este tema, está en juego más que la coyuntura política. Este país —heredero en igual medida de Benito Mussolini y de los partisanos antifascistas– encuentra en el debate sobre la migración una disputa sobre su identidad, que se tambalea entre dos legados