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Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?

Crónica de un viaje de ida y vuelta entre Antioquia y el Alto Andágueda. Hoy 845 indígenas tratan de abandonar Medellín y regresar a su resguardo en Bagadó, pero es una ruta que siempre se repite.

  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • 10) En leña, a altas horas de la noche y ya sin luz, niña embera de once años cocina en el patio de un inquilinato. 11) Mujeres se turnan los fogones de gas de los inquilinatos para cocinar: plátano, arepa harina, huevos, arroz y algunos granos integran sus comidas. 12) Algunas familias cuentan con fogones propios y preparan los alimentos al interior de sus habitaciones. 13) Hasta diez personas, de varios núcleos familiares, se acomodan en una pieza en Niquitao. FOTOS manuel saldarriaga

    10) En leña, a altas horas de la noche y ya sin luz, niña embera de once años cocina en el patio de un inquilinato. 11) Mujeres se turnan los fogones de gas de los inquilinatos para cocinar: plátano, arepa harina, huevos, arroz y algunos granos integran sus comidas. 12) Algunas familias cuentan con fogones propios y preparan los alimentos al interior de sus habitaciones. 13) Hasta diez personas, de varios núcleos familiares, se acomodan en una pieza en Niquitao.

    FOTOS manuel saldarriaga

  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • 5) Indígenas emberas se transportan en bus por Medellín: la ruta que lleva del centro a El Poblado es una de las más utilizadas. 6) La mendicidad, con niños de por medio, es uno de los principales desencuentros entre los emberas y la institucionalidad. 7) Grupos de mujeres salen juntas desde Niquitao a trabajar en el sur de la ciudad. 8) La avenida Oriental es paso obligado de los emberas para tomar el bus hacia El Poblado. 9) Buena parte de los indígenas desplazados del Chocó habitan el centroriente de Medellín. FOTOS MANUEL SALDARRIAGA
    5) Indígenas emberas se transportan en bus por Medellín: la ruta que lleva del centro a El Poblado es una de las más utilizadas. 6) La mendicidad, con niños de por medio, es uno de los principales desencuentros entre los emberas y la institucionalidad. 7) Grupos de mujeres salen juntas desde Niquitao a trabajar en el sur de la ciudad. 8) La avenida Oriental es paso obligado de los emberas para tomar el bus hacia El Poblado. 9) Buena parte de los indígenas desplazados del Chocó habitan el centroriente de Medellín. FOTOS MANUEL SALDARRIAGA
  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
  • Arcelio Manúcama, al fondo, con dos de sus hijos, y María Ibelina Sintua, quien está en embarazo de su quinto hijo.
    Arcelio Manúcama, al fondo, con dos de sus hijos, y María Ibelina Sintua, quien está en embarazo de su quinto hijo.
  • Río Paparidó crecido luego de una noche de lluvia. En la zona no hay puentes.
    Río Paparidó crecido luego de una noche de lluvia. En la zona no hay puentes.
  • Casa embera en Aguasal, Alto Andágueda.
    Casa embera en Aguasal, Alto Andágueda.
  • Las mujeres salen a trabajar con bejucos a la espalda en búsqueda de plátano primitivo.
    Las mujeres salen a trabajar con bejucos a la espalda en búsqueda de plátano primitivo.
  • La Oriental es paso obligado entre Niquitao y el paradero de buses que lleva a El Poblado.
    La Oriental es paso obligado entre Niquitao y el paradero de buses que lleva a El Poblado.
  • Indígenas pagan pasaje rumbo al sur de la ciudad.
    Indígenas pagan pasaje rumbo al sur de la ciudad.
  • Mujeres viajan en grupos para vender chaquiras o pedir dinero en diferentes puntos de la ciudad.
    Mujeres viajan en grupos para vender chaquiras o pedir dinero en diferentes puntos de la ciudad.
  • Indígenas piden dinero en compañía de sus hijos.
    Indígenas piden dinero en compañía de sus hijos.
  • Mujeres cocinan al interior de los inquilinatos. Hay pocos fogones para la cantidad de inquilinos. Preparan plátano, arroz y huevos por turnos.
    Mujeres cocinan al interior de los inquilinatos. Hay pocos fogones para la cantidad de inquilinos. Preparan plátano, arroz y huevos por turnos.
  • Algunos emberas tienen fogones en sus habitaciones, donde conviven con niños, colchones y más.
    Algunos emberas tienen fogones en sus habitaciones, donde conviven con niños, colchones y más.
  • Niña de once años cocina en leña durante la noche en un inquilinato de Niquitao.
    Niña de once años cocina en leña durante la noche en un inquilinato de Niquitao.
<b>Premio Simón Bolívar a Mejor Crónica</b> | Éxodo indígena: ¿De dónde vienen los embera que piden limosna y son explotados en Medellín?
15 de noviembre de 2023
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Por: Edison Ferney Henao H. Fotografía: Manuel Saldarriaga, enviados especiales a Chocó.

Arcelio Manúcama pasa hambre con su familia. Él es un indígena que hace tres días dejó Medellín en compañía de su esposa, María Ibelina Sintua. Es delgado, bajito, viste un jean que no termina: el ruedo le pega bajo las rodillas. Sí, yo vine de allá, dice el hombre desde un rancho de tablas. Sí, hace poco llegamos. Nos vinimos para acá por cuenta propia. Pero vamos a volver con los niños, los habíamos dejado para que no sufrieran, agrega. Arcelio es un indio insípido, de ojos tristes y piernas flacas. Volvió a Aguasal, comunidad indígena del Alto Andágueda, con las manos vacías, con su mujer en embarazo, luego de vivir tres años en la ciudad. También es un indio errante: bastará con que su quinto hijo nazca para que otra vez vuelva a Medellín con su esposa, sus hijos y ahora su suegra. Empacará el pantalón que el viento calmo serpentea. Solo eso tendrá su maleta.

—Vinimos a descansar —dice—, porque mi esposa está embarazada. Allá se sufre mucho: no hay comida, es muy difícil pagar la renta.

Cae la tarde en Aguasal y a Arcelio lo conozco por una carambola del destino. Recorro el barrio Centro, acompañado por la segunda gobernadora del poblado y por el secretario del cabildo de Zona 1, una de las 37 comunidades del resguardo Tahamí, a pocos kilómetros de Bagadó, Chocó. Los funcionarios hablan de los que se fueron, los enumeran: en esta casa, Darío Querágama; en esa, Luz Élida Esteves; en aquella, Luis Eduardo, ¿el apellido...? Ambos señalan casas vacías. Ya están acabadas. Se han ido para Medellín, para Bogotá. Algunos se fueron hace años; otros se fueron hace poco, dicen. Se han ido, por lo menos, 2.000 de los 9.000 indígenas que viven alrededor del río Andágueda. Pero esa migración interna es pendular, va y vuelve, y en eso consiste el drama, por eso conozco a Arcelio, a su esposa, a sus hijos.

Arcelio Manúcama, al fondo, con dos de sus hijos, y María Ibelina Sintua, quien está en embarazo de su quinto hijo.
Arcelio Manúcama, al fondo, con dos de sus hijos, y María Ibelina Sintua, quien está en embarazo de su quinto hijo.

—Ya estuvimos en Medellín —contesta Arcelio en voz alta, a unos metros, tras la pregunta de si en la zona vive alguien que haya estado en la ciudad—. Llegamos hace tres días porque mi esposa está embarazada. Nos devolvemos el martes.

Es viernes y las cuentas, en realidad, marcan cuatro días desde la llegada de Arcelio. No volverá el martes siguiente a Medellín. Los emberas entienden distinto el tiempo. Volverá cuando nazca Juan Giraldo, como le pondrá a su quinto hijo. María Ibelina, que visita a esta hora a su mamá, Emilse Arce, tiene ocho meses largos de embarazo. Aunque Arcelio ignora cuál será el sexo del bebé, la madre cree que será un niño; el cuarto varón entre los hijos: Jhon Teran, Jhon Over, Jhovin y Ana Lucely. Arcelio permanece de pie. La casa tras su espalda está vacía. Sale un perro que se llama Negro, también estuvo en la ciudad. El animal los acompañó en la travesía. Conoce Niquitao, el centro, El Poblado y hasta Rionegro. Arcelio, de 26 años, y María Ibelina, de 24, vendían y tejían chaquiras como muchos emberas. Ese parece ser el patrimonio del pueblo katío, que no tiene las mochilas de los arhuacos de la Sierra Nevada o los tejidos de los wayúu de la Guajira.

—Desplazados, nos fuimos con mi mamá. Ella todavía está en Medellín, con mis hermanos, porque aquí la casita está muy mala. Pero el alcalde allá no nos ayuda con el arriendo. Los niños pasan sin comer, sin desayuno —dice—. ¡Lo que venda uno!

—¿Y aquí si tiene comida?

—No. Acá tampoco hay comida.

—¿Pero paga arriendo?

—No —contesta—. Pero mi casita está muy vieja, acabada. ¿No ve?

Río Paparidó crecido luego de una noche de lluvia. En la zona no hay puentes.
Río Paparidó crecido luego de una noche de lluvia. En la zona no hay puentes.

***

Llegar a Aguasal no es sencillo. El trayecto lo vivió Arcelio cuatro días atrás, un lunes, y tardó más de un día. Tuvo suerte: tomó en Medellín un bus hacia Pueblo Rico, Risaralda, por 75.000 pesos. Dos pasajes, el suyo y el de María Ibelina: 150.000 pesos. La ruta implica tomar la vía Amagá - La Pintada y luego buscar las partidas que de Pereira llevan hasta La Virginia. De esa forma se llega a Pueblo Rico, Risaralda, donde está el corregimiento de Santa Cecilia, cabecera urbana más cercana al Alto Andágueda.

¿Lejos? Muchísimo, dice él, quien más tarde le cuenta a su suegra lo que les espera cuando nazca Juan Giraldo. Pero el relato de Arcelio flaquea en detalles: el dominio que tiene sobre aquella tierra lluviosa, espesa, de 50.000 hectáreas, pasa por alto las dificultades que vería cualquier hombre de ciudad. Llegar hasta Santa Cecilia tarda casi diez horas desde Medellín. Una vez allí, en medio de la lluvia incipiente, es evidente el cruce étnico: negros, indios y mestizos recorren las calles, llenan los negocios, beben y juegan chicos de billar.

—Tocará subir a pie —dice Leonel Querágama, uno de los 1.450 hombres y mujeres que integran la guardia indígena del Alto Andágueda—. O pasar el carro por el río; por ahí pasa.

Esos son los detalles que escapan al relato de Arcelio. Para que un extraño llegue a Aguasal hay que hablar con Emeraldo Querágama, jefe de la guardia. Él autoriza a cuatro guardias que bajan hasta Santa Cecilia. Con ellos —Óscar, Geider, Luis—, liderados por el propio Leonel, comienza el camino. Es jueves. Seis de la tarde. La lluvia cuaja. En el carro recorremos parte de una trocha malograda. Luego llegamos a Paparidó, una de las comunidades del resguardo, aún en Risaralda. No para de llover. El río crece. Decenas de emberas lo cruzan: el agua pega en sus caderas, ahoga sus ombligos, pega en el pecho. Tienen que llegar a Aguasal. Hay que aprovechar que el caudal no suba más. Esperamos: el carro no puede pasar, se quedaría pegado. ¿Una borrasca? Podría arrastrarlo. A esa conclusión llegamos más tarde, sobre las 5 de la mañana del viernes. Todavía llueve.

—Sí, el río se ha llevado gente —dice Óscar, vestido de negro, envuelto en una trusa con los logos de la guardia—. Una familia de cuatro: hombre, mujer, niños. Se han ahogado, muerto.

Cruzamos el río. La guardia nos da la mano. Pienso en Rodrigo Vitucay, el líder indígena que desde Medellín hace las llamadas para que nos reciban en la zona, quien gestiona hoy el retorno de 845 emberas que viven en la ciudad como desplazados: 426 mujeres y 419 hombres que, dicen las autoridades, quieren volver a Chocó. No dijo Rodrigo que había que tener pies firmes para sobrevivir en estas tierras; que había que tener dedos fuertes, de uñas enraizadas, para aferrarse a las piedras y conquistarlas bajo el agua turbia. Pero lo logramos. Cruzamos. Una mula cargada lo logra. A veces el río las arrastra, pero las mulas luchan como los indios contra la corriente: en el Andágueda no hay puentes. El monte es espeso, vasto, repleto de plátano primitivo.

—Yo no conozco a Medellín. No sé qué hace allá la gente. Aquí dicen que es un pueblo grande, casi la mitad de Bogotá —dice Leonel.

—¿Y le gustaría irse?

—No. Yo no me amañaría en otra parte. Me gusta trabajar mi finca, solo eso. ¿Qué cultivo? Maíz, cacao. Aunque acá la producción es mala: el plátano se quema, no pega, por eso la gente se va.

Infográfico

Caminamos. Restan cuatro horas. No para de llover. La bruma se come el monte. Copa la vista. La tierra cede. Los guardias conocen los secretos del camino: el paraje de las ranas amarillas que suplen de veneno las flechas que cargan al cinto para defenderse. Las cazan y frotan las flechas sobre su piel. No hay que matarlas. Solo toman su veneno. Dicen que no han asesinado a nadie.

La ruta hacia Aguasal se parte en dos cuando vuelve la señal de celular. Un pico alto avisa que estamos en Chocó. La tierra de repente es más pesada. La lluvia levanta un olor fuerte a metal. Afinamos el paso. Encontramos indígenas en el camino: unos miran y, rápido, bajan los ojos; otros saludan, preguntan: ¿para dónde van? Para donde Emeraldo, respondemos, y seguimos. Un hombre, Ariel Pepé Querágama, nos interpela con ahínco. Habla con autoridad. Luego Leonel cuenta que Ariel, primo suyo, hace parte de la justicia de Aguasal. Lo vemos trastornar: en el Andágueda la justicia viaja en mula.

—¿Cada cuánto salen al corregimiento?

—A veces se sale cada 15 días, un mes. Allá, en Santa Cecilia, compramos el mercado —dice Leonel—. Y de paseo también vamos con los niños, de vez en cuando.

Llegamos a Bajo Currupipí, otra de las 37 comunidades del resguardo, es casi mediodía. Allí, en una cancha grande, juegan decenas de niñas. Visten buzos fluorescentes, verdes y rojos. Son varias las porterías. Juegan por edades, por tamaños. El camino comienza a ser menos agreste. Hay planicies, leves pendientes. Estamos cada vez más adentro, aunque quedan horas de camino. La carretera, construida en convites y con firmas mineras, no tiene pierde: lleva a las zonas donde se derramó sangre embera hace décadas en búsqueda de esmeraldas y oro.

Casa embera en Aguasal, Alto Andágueda.
Casa embera en Aguasal, Alto Andágueda.
Las mujeres salen a trabajar con bejucos a la espalda en búsqueda de plátano primitivo.
Las mujeres salen a trabajar con bejucos a la espalda en búsqueda de plátano primitivo.

***

Son las 8 de la mañana en Medellín. A esa hora aún duermen los emberas en un inquilinato de La Palma, uno de los barrios de Niquitao, en el centro. Un par de días atrás, Gerónimo Vitucay, oriundo de Aguasal, repartía en compañía de funcionarios de la Alcaldía decenas de paquetes con comida: lentejas, arroz, aceite, huevos, espaguetis. Para los niños y las mujeres; mucha mujer viuda, o soltera. Con Gerónimo, de 28 años, recorremos los inquilinatos cerca al cementerio San Lorenzo y los que están en frente del colegio Héctor Abad Gómez. Vamos a los del bazar de Los Puentes. Llegamos a Prado. La fotografía es la misma: es la vida de 246 familias emberas de las comunidades de Cevedé, Bajo Currupipí, Iguanero, Bajo Chichidó, Uripa, Mazura, Palma, Kimpara, Conondo, Alto Moindó, Cascajero, Pescadito, Limón...

—Aquí hay 48 piezas. A veces viven de a siete, de a cinco, de a dos —dice Gerónimo, afuera del inquilinato 44-72, una torre de cuatro pisos en el barrio La Palma que puede albergar a 500 emberas en corredores, escalas y terraza, además de cuartos—. La protesta que hicimos el 22 de febrero, cuando fuimos a la Alpujarra, fue para conseguir apoyo: comida, una pieza.

Ese miércoles, decenas de indígenas se tomaron la Alcaldía de Medellín: rompieron vidrios, entraron a la fuerza; llevaban palos y machetes. Algunas condecoraciones recibidas por la ciudad desaparecieron. Días después los mismos líderes las devolvieron. El alcalde Daniel Quintero aprovechó el episodio para sentar postura: “¿A esto llaman trabajar algunos de los indígenas que se tomaron la Alcaldía? No, no y no. No lo vamos a permitir”. Publicó luego un video de un niño indígena desnudo, sentado sobre pedazos de cartón, en la calle. Entonces no fueron muy claras las necesidades de los indios; las razones para apelar a la violencia: hablaron de ayuda, de abandono, pero no tocaron fibras sensibles como la explotación de los niños en la calle: las guarderías a cielo abierto en las que se han convertido corredores como La 10, en El Poblado.

—Sobre los niños, ¿por qué llevarlos a trabajar, a pedir?

—Mire, le explico una cosa. Allá en mi tierra se trabaja la agricultura todos los días. La mujer cuida los niños, prepara el almuerzo. Acá, en la ciudad, es diferente. Si no hay experiencia, no hay trabajo; si no se estudia, no hay trabajo; si no es bachiller, no hay trabajo.

—¿Pero está de acuerdo con el trabajo de los niños?

—Hicimos un acuerdo con la Alcaldía. Los niños de dos años para abajo tienen que trabajar con la mamá. Solo los que estén con pecho; que deban cargarlos. Los otros niños tenemos que meterlos a la guardería. También se prohibió pedir dinero en la calle. Eso hay que cumplirlo.

La Oriental es paso obligado entre Niquitao y el paradero de buses que lleva a El Poblado.
La Oriental es paso obligado entre Niquitao y el paradero de buses que lleva a El Poblado.
Indígenas pagan pasaje rumbo al sur de la ciudad.
Indígenas pagan pasaje rumbo al sur de la ciudad.

Gerónimo evade la pregunta. Dice, más bien, que muchos indígenas no aceptan esas condiciones. Tienen otra idea en su mente, afirma, y responden que la Alcaldía no puede cambiarlos.

En la torre de inquilinatos 44-72 todavía no se levantan. Es el ruido que causamos recorriendo cada piso el que despierta a los inquilinos. Comienzan a salir uno a uno de las piezas. El vecino despierta al vecino y, de repente, el edificio parece un barrio. Hay mujeres, niños y viejos por todo lado. Suben escalas. Bajan. Se detienen. Nos miran. Es el despertar de los emberas en la ciudad: se rascan la cabeza, los hombres se llevan la mano al pene, las mujeres se peinan. Las habitaciones no paran de abrirse: aparecen cambuches, colchonetas, cobijas; luego niños desnudos, tirados en el suelo, gateando, parados, corriendo. Los baños son estrechos. Algunos rebosan de mierda. No hay cómo vaciarlos.

—Hoy está calmado —dice Gerónimo—. Aquí toca por turnos: a veces el día arranca a las 3 de la mañana, cuando comienzan a cocinar, y termina a las 11 de la noche, todavía en la cocina.

Los días sin baño levantan un hedor fuerte. El amanecer pone en libertad la hediondez humana: la de los emberas, la de cualquier cuerpo que no reciba agua y jabón en tres, cuatro días, una semana, mientras sale a la calle, aguanta sol, suda, tiene sexo, defeca, come, succiona leche. La fotografía vespertina del 44-72 es la misma del 44-78, una edificación vecina de tres pisos que tiene 32 habitaciones y más de 300 inquilinos. La bienvenida la da una mujer embarazada, regordeta, cabizbaja. Tiene un manojo de papeles de la EPS en la mano. Dice que no la atienden, que siente dolor, que tiene más de nueve meses de embarazo. Podría parir en cualquier momento: su bebé se sumará a los 168 emberas menores de cinco años que tienen raíces en Chocó y hoy viven en Medellín. Ella solo repite: ¡Estoy enferma! ¡Duele!

Mujeres viajan en grupos para vender chaquiras o pedir dinero en diferentes puntos de la ciudad.
Mujeres viajan en grupos para vender chaquiras o pedir dinero en diferentes puntos de la ciudad.

***

Arcelio dice que pagaba 25.000 pesos diarios por la pieza en Niquitao. Sin niños cobran 15.000. Cuando hay muchos, el precio sube, no importa el espacio. El patrón —como les llaman a los dueños de los inquilinatos—, que puede ganar más de tres millones de pesos al mes, cobra por densidad: por metro cuadrado habitado y no por comodidad. Quien se cuelga con la renta termina pronto en la calle o regateando para pagar la dormida de noches que ya pasaron. En Medellín quedó su mamá, dice Arcelio, ¿y el papá? No, murió. ¿Y de qué? No sabe, estaba enfermo. Su cuerpo está bajo tierra en el cementerio de Aguasal, en una loma pronunciada que incluso es barrio. Cementerio: para llegar hay que cruzar un fango; luego aparecen cruces, nombres, fechas. El vínculo de los embera con la muerte es similar al nuestro: los ritos, las flores artificiales y los símbolos se han mezclado. Están lejos, pero a la vez cerca: son el cordón limítrofe entre los grandes centros poblados de la cordillera y el suelo chocoano casi inexplorado.

—¿Y se colgó con el arriendo?

—Sí, una vez, casi me echan pa’ la calle —responde Arcelio—. Ibelina tuvo que parar las chaquiras por el embarazo. Ya no podía sentarse.

Arcelio saca un teléfono. Mira la hora. Anochece.

—¿Qué teléfono es ese?

—Un Samsung Galaxy A20.

—Está bonito. ¿Costoso?

—Sí, es caro. Buena plata: 600. Para comprarlo trabajamos dos meses las chaquiras.

—¿Y no es mejor comprar comida?, ¿su mujer lo usa?

Arcelio sonríe. Se advierte juzgado. Contrapuntea:

—No, más importante el celular, para trabajar de muestra.

Indígenas piden dinero en compañía de sus hijos.
Indígenas piden dinero en compañía de sus hijos.

Aunque expone decenas de imágenes con diseños de pecheras, pulseras, anillos y aretes, Arcelio no es el único embera que tiene un teléfono inteligente. Algunos también compran televisor para ver fútbol y contratan DirecTV. Terminan encantados por las comodidades del mundo blanco, así no haya comida o plata para la pieza: en el inquilinato los niños se ocupan con Tik Tok, YouTube y algunos juegos. Las mujeres no tienen teléfono; poseen los hombres, las cabezas de hogar, los que tejen las chaquiras a la sombra en La Palma, en Niquitao, mientras sus esposas, hijas y nietas las venden en la calle: en La 10, la Oriental, San Diego, Laureles, la Casa Embera, Bello, Rionegro.

—¿Y acá vivir es muy duro? —le digo a Arcelio, mientras caminamos por Aguasal en búsqueda de María Ibelina.

—Mucho. La gente vive trabajando: rozar maíz, sembrar plátano primitivo. Pero no crece. Aquí, en 2012, hubo un bombardeo. Grupos armados. Ejército. Por esa razón ya no pega bien.

Su respuesta es la de muchos en Aguasal. Allí hablan de bombardeos que dejaron la tierra estéril y que por eso sembrar es un trabajo inútil. La Comisión de la Verdad recoge la versión de Arcelio. Dice en uno de sus informes: “Los constantes bombardeos, aterrizajes de helicópteros e instalaciones de campamentos que perturban desde hace más de cuarenta años la cotidianidad del pueblo embera katío, no solo han expulsado a los ‘jai’ [esencia de las plantas, los animales y las cosas], también han arrasado con los cultivos de pan coger y provocado el desplazamiento de decenas de familias del Alto Andágueda”. En nueve años, entre 2007 y 2015, la Unidad para las Víctimas calcula que el Ejército bombardeó por lo menos once veces el resguardo en operativos contra las extintas Farc y el ELN.

Cerca de los ranchos de madera y zinc —anclados a la tierra como palafitos para burlar inundaciones— no hay huertas. Hay caminos limpios, otros con desechos de comida, ropa; también hay una escuela donde algunos terminan sus estudios de bachillerato. Pero no hay huertas. Las parcelas están lejos, a horas a pie, con plátano, papá, yuca, ñame. Y aunque Arcelio y Leonel dicen que no todas producen, la peregrinación de mujeres con bejucos (canastas tejidas a mano) a la espalda, sostenidos con la frente, no para durante el día. Van de vestido corto, botas pantaneras y medias a la rodilla. Coloridas, como las vemos en la ciudad. A veces maquilladas, con chaquiras en el cuello, las orejas y las manos. Sus edades se confunden: niñas y jóvenes a veces se camuflan entre viejas. Y viceversa. De nuevo el tiempo, tan distinto para los embera.

Llega María Ibelina. Le huye a la palabra. Calla.

***

La mañana avanza en Niquitao y llega la hora de preparar a los niños para el colegio. Las habitaciones dejan de ser dormitorios para convertirse en salas y comedores, mientras que otras siguen siendo cocinas. Algunos hombres desfilan con niños de la mano rumbo a la escuela. Las mujeres se organizan, arreglan rápido a los niños que tienen clase o van al Buen Comienzo para 76 emberas que recién abrieron en el barrio. En paralelo avanza una peregrinación de niños con bolsas de arroz, huevos y cacerolas. Es el desayuno, primera y quizá la última comida del día de muchos en el inquilinato 44-72. Allí hay dos fogones de gas, cada uno con dos puestos, para el uso de más de 500 indígenas. La cifra es irrisoria, pero algunos tienen fogón propio en las habitaciones; en cuartos con pipetas de oxígeno para bebés también hay ollas pitadoras, pipetas de gas, aceite y fuego.

Las mujeres se preparan para ir a trabajar. Los hombres observan. Otros se limpian las lagañas de los ojos y zigzaguean por el inquilinato, dan tumbos, hacen visita de pieza en pieza. Solo 550 emberas del total que quieren retornar al Alto Andágueda tienen hoy acompañamiento asegurado por parte de la Unidad para las Víctimas. El retorno oficial se proyecta para mayo. Habrá bus para devolverlos al monte, con el compromiso de que solo regresen a la ciudad “por fuerza mayor”. Los que ya están acreditados como víctimas recibirán dinero y tres ayudas alimentarias; les darán para arreglar sus casetas, caso de Arcelio, quien reniega del estado de la suya.

—¿Y los hombres, Gerónimo, por qué no salen a trabajar con las mujeres?

—Los hombres cuidan los inquilinatos cada día: lavan la ropa de mujer, de niño. Trapean las piezas. Organizan y tejen aquí, mientras que ellas se van para la calle a vender.

Mujeres cocinan al interior de los inquilinatos. Hay pocos fogones para la cantidad de inquilinos. Preparan plátano, arroz y huevos por turnos.
Mujeres cocinan al interior de los inquilinatos. Hay pocos fogones para la cantidad de inquilinos. Preparan plátano, arroz y huevos por turnos.

A los machos emberas les avergüenza trabajar en la calle. Tampoco es preciso que todos colaboren en las tareas del hogar: algunos matan las horas jugando parqués en los inquilinatos, otros fuman marihuana en los vericuetos de Niquitao, unos cuantos andan la calle y otro par aprovechan para motilarse afuera del 44-72 o emborracharse. Muchos hombres estudian técnicas y carreras profesionales mientras las mujeres venden chaquiras de 20.000 hasta 50.000 pesos para la cuota diaria de la pieza. No hay cuestionamientos de por medio, para ellas parece el orden natural: trabajar, quedar en cinta, atender al marido y lidiar con los niños. Son proveedoras y cuidadoras al tiempo. También son golpeadas.

Antes de que las mujeres salgan a trabajar, un bullicio invade el tercer piso del inquilinato. Una masa hace corrillo y repite reproches en embera. Los ánimos están crispados. Llegan niños y mujeres y hombres seniles. Al fondo del corredor un hombre golpea a una mujer. La saca y entra de la pieza agarrada del pelo: adentro, afuera; afuera, adentro. Ella trata de soltarse, pero no lo consigue. Los gritos escalan. Se escucha un golpe duro, seco. De ella salen palabras, insultos en embera, es su repertorio de defensa. De nuevo, ¡un golpe seco! Gerónimo, con quien conversaba más temprano, sale apurado abriéndose paso entre el tumulto. Ella da la cara. Tiene reventada la boca. Sangra. Es Margarita Murillo, la esposa de Gerónimo. Con sus manos agarra su vientre. Llora. Tiene 20 años.

—Siempre me trata así. Es muy celoso —dice Margarita, quien parece retorcerse. Una patada, uno de los golpes secos, terminó en la parte alta de su estómago.

Su mamá y otras tres mujeres la abrazan. Luego reprochan entre ellas lo ocurrido mientras que el bus que las lleva a El Poblado deja el parque de San Antonio y toma la Oriental. Pagaron el pasaje, dice el conductor, siempre lo hacen. Volverán en la tarde, algunas en la noche, pasadas las 10 o las 11. Las mujeres hablan de los celos de los hombres. Miran a Margarita. Lucen molestas. Mientras viajan con siete niños desperdigados en el bus, las emberas del 44-72 tienen demostraciones de apoyo. Lo hacen todo el tiempo, a su modo: cuidando a los niños ajenos, alertando cuando las autoridades de infancia las encuentran con los niños en la calle.

—¿Cómo sigue? —le pregunto más tarde, cuando el día ha avanzado y ya está sentada, pidiendo monedas, en La 10 de El Poblado.

—Duele.

***

Por fin llegamos a Aguasal. Es la 1 de la tarde. Caminamos casi cuatro horas, desde que dejamos el carro. El poblado tiene calle principal, tiendas pequeñas, legumbrería. Es un pueblo que vive de plátano, huevo y pescado, pero también de enlatados y arroz. Allí, a 132 kilómetros de Medellín, la inflación hace guiños: libra de arroz: 3.500 pesos; sardina: más de 10.000; cigarrillos, paquete: 20.000. Ni hablar de los pañales, de todas las etapas. Los cuatro guardias que nos acompañan se desgranan uno a uno por los barrios. Allí, funcionarios de la Gobernación de Chocó entregan comida a 27 niños con desnutrición aguda y 23 mujeres en embarazo.

—¿Han muerto niños por hambre?

—Para que le voy a decir mentiras —dice Yhey Maturana, coordinadora del programa Mil días para cambiar el mundo, funcionaria de la Gobernación—. Este año no, pero sí han fallecido. Aquí la desnutrición mata. Niños de meses, hasta de dos años.

Dice Isabel Cristina Patiño, directora regional del Icbf, que en Antioquia tiene 22 procesos abiertos para restablecer los derechos de niños indígenas. Dos por abandono; cinco por falta permanente o temporal de un representante; nueve por omisión o negligencia; dos por condiciones especiales del cuidador; dos más por reunificación familiar; uno por situación de calle; y otro por violencia sexual.

—Primero tomamos medidas persuasivas y diferenciales antes de los procesos de restablecimiento de derechos —dice la funcionaria—. La razón: la ruptura con la cultura indígena, ese vínculo se pierde fácilmente y ya cuando tenemos a los niños bajo medida de protección es difícil regresarlos.

—¿Hasta qué punto llega el Icbf en esta tarea?

—Eso depende de cada caso. Hay unos niños que nos llegan desde hospitales y después es muy difícil conseguir a su comunidad: saber de dónde venían, cuál es su gobernador.

—¿Es frecuente que las familias pidan atención para los niños en estos hospitales?

—A ellos en realidad les cuesta cuando llegan al sistema de salud. A veces vienen con la mamá y el papá, pero la resistencia y adaptabilidad de las familias es poca. A los 15 días ya se quieren ir, entonces abandonan a los niños.

Algunos emberas tienen fogones en sus habitaciones, donde conviven con niños, colchones y más.
Algunos emberas tienen fogones en sus habitaciones, donde conviven con niños, colchones y más.

***

—¿Quiere volver a Medellín? —le pregunto a María Ibelina, que aún calla, mientras anochece en Aguasal.

Ella busca el consentimiento de Arcelio para hablar, lo busca con los ojos. Él asiente con la barbilla.

—Sí —responde.

Su respuesta es vacua, desprovista de emoción. Única, porque las demás palabras que escapan de su boca salen en embera. No entiende bien español. Posa para las fotografías. Apoya sus manos sobre la barriga. No levanta la mirada. Camina lenta, espera el parto: en semanas se encontrará con la matrona que cobra 30.000 pesos por entregarle el llanto a los nuevos integrantes del pueblo embera.

—Volveremos a Medellín apenas nazca el niño —dice Arcelio, a quien se suma su suegra de 50 años—. La idea es llegar a la ciudad antes del retorno que están planeando y devolvernos cuando la Unidad para las Víctimas decida traernos. ¿Me entiende?

Arcelio afirma que esa es la única forma de asegurar las ayudas para arreglar la casa que tiene en Aguasal. Su regreso a Medellín será exprés. Los cinco niños conocerán la ciudad brevemente. Verán el mito que anhela Emilse, la mamá de María Ibelina.

—Emilse, ¿qué hará en Medellín?

—Chaquiras, yo sé un poquito —responde.

—Sí —interrumpe Arcelio. ¿No la ve cómo está sufriendo, como está de flaquita? Es que la dejó el esposo.

—También tengo dos niños chiquitos —agrega Emilse. No tengo nada. Me abandonaron. Retorno.

Retorno. Retorno. Retorno. ¿Ha servido de algo el eterno retorno de los embera? ¿Es esa la solución? Los números parecen decir otra cosa: según la Unidad para las Víctimas, entre 2012 y 2019 tuvieron lugar seis retornos en el país con destino a Bagadó y Pueblo Rico. En esa época volvieron a sus tierras 2.201 personas de 505 familias embera katío y chamí. Hace poco, entre 2021 y el año pasado, se contaron cinco retornos: 512 familias conformadas por 1.638 personas regresaron a comunidades entre Risaralda y Chocó.

Niña de once años cocina en leña durante la noche en un inquilinato de Niquitao.
Niña de once años cocina en leña durante la noche en un inquilinato de Niquitao.

Volvemos a Medellín. Desandamos las lomas del Andágueda.

El retorno, pese a que los indígenas hablan del incumplimiento de acuerdos por parte del Estado desde 2012, es lo que quieren muchos para los emberas. Ante los ojos de Juanita Cobollo, mujer a la que llaman la alcaldesa de Provenza —esa calle costosísima, llena de turistas, restaurantes y fiestas—, dos niñas descienden hasta el caño de la quebrada La Presidenta. Beben agua y luego orinan. La escena la desespera. Saca su teléfono. Activa la cámara. Graba. Las niñas indígenas miran extrañadas, pero no se inmutan: orinan y salen del caño. Cobollo no para de grabar. Está molesta.

¡Habrase visto tal cosa!, dicen algunos y con eso parece que piden un rezo taimado: que no vivan aquí, que no orinen aquí, que no bailen aquí, que los emberas vuelvan a su tierra empaquetados en buses, que regresen selva adentro.

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