Seguramente ya se siente angustia por el encierro. Por la restricción de moverse. Se sentirá tristeza por la ausencia de una cotidianidad que antes se juzgaba aburrida monotonía. Ese vicio de criticar.
Comienza a sentirse el ansia de regresar a la actividad “normal”, la que hoy se llama vida de antes. Esa actividad laboral, que entretiene durante el día, pero que también “santifica” cuando se asume a profundidad.
Aparece el agotamiento de lo circundante. Otro tipo de monotonía: no tener más temas para compartir con la familia en la mesa; las conversaciones dan vueltas sobre sí mismas y convergen a lo mismo. Cuando mucho, se discuten noticias o imágenes televisivas que parecen déjà vú del día anterior. Siempre pensando en hasta cuándo.
Lo que antes eran desplazamientos entre lugares, hoy son oficios varios para comenzar el día en ceros.
Las mismas sillas, los mismos cuadros, igual los platos para comer y la vista por la ventana. Una monotonía, diferente, pero monotonía.
Probablemente, igual sucede con la música. Ya no sabe a lo mismo. Aunque se trate de la emisora de siempre. La que es capaz de alternar géneros musicales y artistas de forma que combinan bien la ranchera con el vallenato, el merengue con la salsa, y al final del rato, se acabaron los quehaceres del hogar sin siquiera sentirse. Después de tantos días de aislamiento, aquella frecuencia radial también termina sabiendo a lo mismo.
Sin embargo, quedan muchas puertas por abrir. El menú diario no tiene que ser siempre el mismo. El gusto cambia, y este puede ser el momento para experimentar.
La propuesta es un viaje al pasado para valorar lo perenne. Una genialidad que lleva trescientos años vigente. Que permanecerá en el tiempo cuando hayamos olvidado el top de las cuarenta principales y los hits de Billboard. Una delicadeza musical que sume en otra realidad a quien la escucha. Que es capaz de anular pensamientos y transportar a un sueño delicado durante unos muy cortos dos minutos y medio. Un intervalo sucinto de tiempo que, si se abraza con el gusto necesario, termina durando una eternidad y provocando escuchar muchas veces la misma pieza hasta rendirse a su poder hipnótico. Un ejercicio que en su nacimiento, según los biógrafos de su gran compositor, nació para combatir las noches de insomnio de un conde alemán y lograr una posición en la corte para un discípulo. Ambos logros alcanzados y muy bien remunerados, cuenta la historia.
Así, esta columna recomienda tomar un dispositivo conectado a internet y escuchar en calma, ojalá a oscuras o en la penumbra terminando el día, sin distracción alguna, una composición de Bach del año 1741: Aria. Ojalá, una interpretación lograda por Glenn Gould. Un prodigio del piano. Criticado por sus susurros al tocar el piano, y para muchos, muy difíciles de identificar en cualquiera de sus interpretaciones. Pero que según él, y su técnica, le permitían seguir mejor las vibraciones de la música en su cráneo. Gould, un tipo complejo, con una hoja de vida sorprendente, que decidió aislarse del mundo para entender mejor la música.
La música es hermana del silencio. Logra que florezca el silencio. Bach con su Aria interpretada por Gould, o su Sonata para violín número 2 interpretada por Liviu Prunaru en su concierto con Filarmed (Instagram de Filarmed, 21 de marzo), son regalos para abrir la puerta y acabar con la monotonía de sabores musicales. Ese “pum-pum” de siempre (onomatopeya del reguetón). Para en el entretanto, enriquecer el gusto y darse cuenta de que un día puede ser perro caliente en la calle, y otro, pastas a la napolitana en casa.
La Orquesta Filarmónica de Medellín celebra 37 años regalando silencios reflexivos a escuchas, instrumentos para cumplir sueños a intérpretes. Motivos para vivir a quienes encanta.