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¡A INTERPRETAR LA CONSTITUCIÓN!

Por Fernando velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

El próximo seis de julio se cumplen los treinta años de vigencia de la Constitución de 1991 (¡o de lo que queda de ella!), y estamos en el momento de hacer balances; desde luego, hoy no nos ocupamos de los aciertos o desaciertos de ese ordenamiento, sino de un aspecto puntual que genera preocupación: la forma como se hace la interpretación del texto cuando se trata de algunos debates de constitucionalidad. En efecto, muchos accionantes –llenos de romanticismo– presentan juiciosos libelos en los cuales muestran cómo diversos contenidos normativos pugnan con la Carta en su conjunto y, sobre todo, con los principios fundamentales incorporados en ella. Sin embargo, como si se tratara de copiar en las providencias un texto proforma, la respuesta de los magistrados sustanciadores suele ser uniforme: rechazan las demandas de forma total o parcial y, en algunos casos, sin surtir siquiera el debate, en la pieza inicial se pronuncian ya sobre el fondo del asunto.

Es más, estos escenarios han originado trámites muy dispendiosos porque la Corte Constitucional, como Solón en Atenas, decidió legislar en materia de los requisitos que se deben reunir para admitir una demanda los que, para acabar de ajustar, se acomodan para seleccionar o rechazar los escritos. Incluso, cuando los admiten, acompañados de una visión positivista circunscriben la discusión a ciertos artículos, como si el examen interpretativo fuera solo en relación con determinados contenidos normativos y no con los axiomas plasmados en la Carta. Desde luego, cuando se habla de la hermenéutica es claro que la confrontación entre las disposiciones cuestionadas y la Constitución tiene que ser integral y no parcial. La ley de leyes, sobre todo en su Título II, consigna un sistema de principios y ellos no se pueden entender de forma aislada porque deben concebirse como un conjunto o una totalidad, sin circunscribirse a disposiciones fragmentadas y ello, adviértase, con independencia de la concepción del Derecho que se asuma (lingüística, intencionalista y axiológica), lo que también se refleja en las tres visiones de la Constitución y en el acto de su interpretación.

Al respecto, el iusfilósofo Juan Antonio García Amado señala que también en el derecho las palabras han de entenderse en el cartabón de su inserción contextual y, añade, que los términos se dilucidan en el marco de lo que es la interpretación de conjunto de los enunciados legales que los contienen, y “tampoco los enunciados se analizan, al menos a efectos prácticos y decisorios, aisladamente, sino en el ámbito más amplio de un determinado capítulo, de un cuerpo legal y, en última instancia, del conjunto del ordenamiento jurídico-positivo”. La interpretación, pues, obliga a mirar las consagraciones legales en el marco del principio de la unidad sistemática: “El contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida correspondencia y armonía” (Código Civil, artículo 30); y ello, por supuesto, también rige en el ámbito de este tipo de ejercicios académicos, máxime si el elemento sistemático es uno de los instrumentos que integran la interpretación lógica.

El hermeneuta ha de confrontar los textos impugnados con todo el entramado principialístico contenido en la ley de leyes y recordar siempre las sabias palabras de Giorgio del Vecchio: “El jurista, y muy especialmente el juez, debe –en cuanto ello sea posible– dominar y casi dar vida de nuevo a todo el sistema, sentir su unidad espiritual, desde las premisas remotas y tácitas hasta los preceptos más insignificantes, como si fuese autor de todo ello y por él hablase la misma ley”. En fin, lo que la comunidad espera de sus supremos jueces es que, de verdad, fijen el sentido y el alcance del texto y velen por “la guarda de la integridad y supremacía” de la carta política (artículo 241); la tarea es, pues, clara: los magistrados están compelidos a cumplir esas funciones no a eludirlas

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