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Adriana Correa Velásquez
Columnista

Adriana Correa Velásquez

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Adictos a los cristales blancos

Por Adriana Correa Velásquez - adrianacorreav@atajosmentales.com

En la Edad Media la gente se aburría. Tanta era la insistencia en la rectitud moral y la represión sexual que nacieron obsesiones que hoy parecerían absurdas. Las especias, los tintes y el azúcar fueron los psicodélicos de aquellos tiempos.

La canela, el clavo, la nuez moscada o el cardamomo, polvos que alteraban el sabor de los platos, o los tintes y tejidos exóticos venidos de Oriente, revolucionaron los mares y navíos que fueron puestos al servicio de estas indulgencias. El frenesí con el que creció su comercio —como si se tratara de un asunto de vida o muerte— fue impulsado por la simple y caprichosa manía humana de tener variedad.

Y fueron esas plantas, que traían colores y aromas, las que abrieron las rutas para introducir un nuevo placer en la boca de los ingleses: la caña de azúcar. Ese tallo, convertido en granitos, entrenó el paladar de los europeos con ese suave estimulante tan placentero como innecesario. El azúcar se convirtió en la refinada nueva especia y droga preferida de una sociedad que buscaba distraerse. Este relato lo cuenta Terence Mckenna, el etnobotánico obsesionado con el problema que tiene el mundo moderno con las drogas y su relación con las plantas.

El placer que descubrió esa región de Occidente es el mismo que nosotros seguimos experimentando en nuestras lenguas cuando comemos golosinas. Ese sabor es capaz de intoxicarnos, llenarnos de energía, no nos traba la lengua, ni nos pone a tambalear, no nos cambia el color de la piel, va de maravilla con los líquidos y mejora el sabor de las comidas. Una vez se prueba es casi imposible no desearlo más.

Cuando comemos azúcar, particularmente la refinada, en nuestro cerebro se activa la misma región que se enciende cuando consumimos nicotina, cocaína, heroína o alcohol. Esto lo recogen varios estudios publicados en la base de datos especializada PubMed. En esa parte del cerebro liberamos opioides naturales como la dopamina, un neurotransmisor asociado con el placer y la motivación. Mientras más comemos azúcar, menos dopamina producimos naturalmente; por lo tanto, necesitamos aumentar la dosis para sentir la misma respuesta del principio.

Que el azúcar sea una droga o no parece solo una cuestión retórica. Lo que empezó como un lujo exótico traído de lejanos mundos para una pequeña élite hoy es el placer más democrático de la tierra. En el planeta hay más de dos mil millones de adultos con sobrepeso y obesidad y más de trescientos cuarenta millones de niños y adolescentes en este mismo conjunto.

Lo que le da al azúcar un poder extraordinario es su invisibilidad: se camufla y mezcla con casi todo lo que tomamos y comemos y, al mismo tiempo, su huella en el corto plazo es impalpable. Pero lo que la hace invencible es la sutileza que usamos para nombrarla, al llamarla “alimento” le damos licencia a sus cristales blancos para situarse en la mesa justo al lado de lo que consideramos esencial 

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