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Fanatismo o humanidad: la encrucijada

hace 14 horas
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  • Fanatismo o humanidad: la encrucijada

Por Aldo Civico - @acivico

En tiempos de crisis hay que acudir a los sabios. Para no dejarnos arrastrar por los reflejos más primitivos. Para encender una chispa de lucidez en la oscuridad. Para evitar imitar la mentalidad de quien odia y mata. Porque esa es la respuesta más fácil, casi automática. Pero, ¿no es esa misma lógica de venganza la que nos mantiene atrapados en un destino de odio y muerte? El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay no solo es un acto criminal que merece toda condena. Es también un síntoma. Un espejo. Nos fuerza a preguntarnos desde qué lugar estamos reaccionando como sociedad. ¿Desde la indignación lúcida o desde el resentimiento acumulado? ¿Desde la posibilidad de responder o desde la compulsión de repetir?

Amos Oz, escritor israelí que conoció la violencia desde niño, decía que el fanatismo no es exclusivo de ideologías o religiones. Es una enfermedad del alma, una adicción a la certeza, una incapacidad de soportar al otro como otro. El fanático no escucha: sermonea. No dialoga: impone. No duda: sentencia. Ama tanto sus ideas que está dispuesto a matar por ellas, o a deshumanizar a quienes no las comparten. Lo inquietante, advertía Oz, es que todos —en algún rincón— albergamos un pequeño fanático. La pregunta es si lo educamos o le damos la palabra. Nietzsche, desde otro ángulo, también habló del fanático, aunque sin nombrarlo así. Lo llamó el resentido. El que no puede afirmarse y por eso vive a la sombra del otro. El que convierte su dolor en superioridad moral. El que necesita enemigos para sentirse fuerte. El resentido no transforma, reacciona. No crea, repite. En su afán de justicia, termina siendo el espejo del mal que odia. Y cuando accede al poder, se vuelve peligroso: justifica cualquier cosa en nombre del agravio.

Colombia conoce esa lógica. La ha vivido, encarnado y heredado. Décadas de conflicto han entrenado a los colombianos en la desconfianza, la sospecha y la respuesta visceral. Pero si de verdad queremos interrumpir este ciclo, no basta con condenar la violencia. Hay que preguntarse cómo desmontamos los relatos, los discursos y las emociones que la alimentan. Qué estamos normalizando en nuestros lenguajes, en nuestras redes, en nuestros gestos cotidianos. Fanático no es solo quien pone una bomba o dispara una bala. Es también quien reduce al otro a una caricatura. Quien convierte sus creencias en trincheras. Quien cancela en vez de dialogar. Quien cree que la única forma de existir es vencer al otro.

Nietzsche escribió: quien lucha demasiado tiempo contra monstruos corre el riesgo de volverse uno. Esa es la verdadera trampa: que el horror nos convierta en reflejo de lo que detestamos. Que la respuesta no sea transformación, sino réplica. Lo contrario al fanatismo no es la indiferencia: es la imaginación moral — como escribe John Paul Lederach. Es la capacidad de ver al otro como legítimo, incluso cuando nos duele lo que dice. Es atreverse a crear nuevas formas de convivir sin necesidad de destruir. Hay momentos donde una sociedad debe elegir entre seguir alimentando su resentimiento o recordar su humanidad. Este, quizá, es uno de ellos.

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