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Animales que somos

Por Lina María Múnera Gutiérrez - muneralina66@gmail.com

En septiembre de 1939, más de cuatrocientas mil mascotas fueron sacrificadas por sus dueños en el Reino Unido. Así lo cuenta Hilda Kean en su libro La gran masacre de gatos y perros: la verdadera historia de la desconocida tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Nada menos que el veintiséis por ciento de los animales que vivían en casas de familias en Londres. Al parecer, lo vivido en la anterior guerra mundial los hizo tomar esta decisión antes que verlos morir de hambre.

Setenta y tres años después, en esta guerra a la que asistimos como testigos en la distancia, la historia que se cuenta es diferente. Más de tres millones de desplazados por la guerra en Ucrania, en su mayoría mujeres y niños, huyen con cientos de miles de animales, mascotas que ofrecen consuelo en momentos de tanta ansiedad e incertidumbre. Tal es el volumen que hay voluntarios que reparten correas, arneses, arena para gatos y bolsas pequeñas con alimento. El veterinario Juan Enrique Romero lo explica así: “Los afectos viajan con la gente. Viajan las personas humanas y con ellos las no humanas, sujetos de derecho, sensibles, sufrientes y sintientes, de los cuales son tutores”.

Hay organizaciones que tratan de salvar animales de los zoológicos, como el de Kiev, donde vivían cuatro mil animales de doscientas especies diferentes; gente que cruza las trincheras, que hace recorridos de varios días llevando tigres, leones y muchos otros animales a zoológicos de países vecinos que los acogen. Y hay situaciones que pondrían los pelos de punta a cualquiera, como la que se vive en el zoológico de Mikolaiv, donde buitres y panteras conviven con cuatro misiles que cayeron sin estallar.

Mientras que, en otro ejemplo de entrega, cientos de cuidadores han abandonado sus casas y se han ido a vivir a los zoológicos para acompañar a otros animales por cuyo tamaño es imposible desplazarlos. Han organizado huertos para producir hojas verdes y reciben constantemente donaciones de víveres para poder alimentarlos y tranquilizarlos porque el ruido de las bombas los inquieta. Tanto que, por ejemplo, hay alguien que acompaña por las noches a un elefante que vive en Kiev, llamado Horacio, de diecisiete años, para hablarle y darle manzanas hasta conseguir que se relaje.

Según estudios de la revista Nature, el conflicto armado suele ser el catalizador más constante del declive de las especies, y las guerras se convierten en un infierno para las más grandes. Durante la guerra civil siria, en el zoológico Mundo Mágico solo lograron sobrevivir trece de entre trescientos animales que vivían allí. Por eso un cuidador ucraniano comentaba recientemente que su forma de enfrentar la invasión era manteniendo vivos a los animales, porque si se unía a la defensa del territorio, ellos morirían.

En una tragedia de esta magnitud, en la que, por supuesto, prima salvar vidas humanas, conmueve ver esa actitud generosa y noble frente a los animales no humanos 

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