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Luis Carlos Villegas
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Aumento del costo de vida: ¿hay esperanza?

Por Luis Carlos Villegas - redaccion@elcolombiano.com.co

Los últimos dos años han traído cambios más profundos que los aportados por todo el resto del siglo XXI. Comprobamos que éramos iguales ya no frente a la ley, sino frente a la pandemia; las diferencias son solo de edad y de cuán lábiles nos han vuelto otras enfermedades. Soportamos masivos y autoritarios recortes a las libertades, basados en evidencia científica, que después los gobiernos fueron relajando en la medida en que se debilitaba la mortalidad del virus; las limitaciones nos alejaron de padres e hijos debilitando vínculos familiares con efectos aún por verse. Descubrimos que un 10 % de los humanos actúa contra evidencia y razón al no dejarse vacunar; y que otro 20 % cumple solo parcialmente las recomendaciones oficiales, como se evidenció con el uso de tapabocas y las dosis de refuerzo. Trabajamos y estudiamos de maneras nuevas, ausentes presencialmente de nuestros sitios laborales con una frialdad justificada por más tiempo en casa, pero con consecuencias graves sobre la salud mental de una proporción importante de jóvenes y trabajadores.

Es claro que por ahora la humanidad es incapaz de trabajar junta. Las brechas étnicas, de desarrollo, religión, ideología y geografía no se han superado tanto como para lograr respuestas universales a las amenazas comunes. Es más, en pandemia no se consideró siquiera reducir las tensiones geopolíticas: se incrementó el riesgo de que Asia, el Pacífico o Europa se conviertan en estopines de una nueva y última guerra mundial.

La economía tampoco estuvo bien: caída económica enorme, retroceso del ingreso por habitante, del empleo, del ahorro y auge de la pobreza global que no veíamos hacía una generación. Inicialmente, la demanda cayó en todo el planeta, y la inflación con ella. Las tasas de interés, muy bajas y los consejeros multilaterales de los gobiernos, acicateándolos para que gastaran más, aspectos que indujeron a los países al endeudamiento manteniendo un cierto nivel de consumo de subsistencia, pero causando un inédito efecto de olla a presión que hoy estamos padeciendo. Se reanimó la demanda, pero vino el cierre tardío de China con la escasez de contenedores y de capacidad en las rutas marítimas para transportar lo normal más lo acumulado durante la parálisis. La guerra en Ucrania y la dependencia europea de gas y petróleo del invasor ruso dispararon los precios de la energía; estos, los de los fertilizantes, y ellos, los de los alimentos. Resultado: inflación en EE. UU. cercana al 10 %, la más alta desde 1981. Igual camino han seguido los precios en China, Europa, Rusia e India. Latinoamérica, con Colombia, ronda esos mismos niveles y todo el mundo sube aceleradamente sus tasas de interés. No gasten más, no presten más, no más generosidades, dicen los mismos que recomendaban lo contrario hace doce meses. La inflación, las altas tasas y un nuevo pico viral apuntan a una contagiosa recesión en EE. UU.; las monedas de los demás se devalúan porque, en un ejercicio escolástico, los dueños del capital se refugian en la moneda del que va para la recesión, el dólar, pero que representa el mercado más grande y resiliente del planeta. Hasta el euro ha estado más barato que la moneda norteamericana.

Sin embargo, pueden verse tres novedades positivas: 1) la perspectiva de recesión de EE. UU. ha desmontado las expectativas de muy altos precios de la energía por lo menos para el área de influencia americana; hay descensos en combustibles, fertilizantes y alimentos; 2) la inflación básica, sin alimentos ni energía, cede; 3) las expectativas de inflación de largo plazo son menores, mostrando confianza en los bancos centrales.

Colombia sufre los mismos males de la economía global postvirus. No están presentes aún en nuestra tasa de cambio los efectos de las decisiones del gobierno Petro, que pueden ser para bien o para mal, según como él y su veterano equipo lean la realidad mundial y las debilidades colombianas 

Colprensa

Los últimos dos años han traído cambios más profundos que los aportados por todo el resto del siglo XXI. Comprobamos que éramos iguales ya no frente a la ley, sino frente a la pandemia; las diferencias son solo de edad y de cuán lábiles nos han vuelto otras enfermedades. Soportamos masivos y autoritarios recortes a las libertades, basados en evidencia científica, que después los gobiernos fueron relajando en la medida en que se debilitaba la mortalidad del virus; las limitaciones nos alejaron de padres e hijos debilitando vínculos familiares con efectos aún por verse. Descubrimos que un 10 % de los humanos actúa contra evidencia y razón al no dejarse vacunar; y que otro 20 % cumple solo parcialmente las recomendaciones oficiales, como se evidenció con el uso de tapabocas y las dosis de refuerzo. Trabajamos y estudiamos de maneras nuevas, ausentes presencialmente de nuestros sitios laborales con una frialdad justificada por más tiempo en casa, pero con consecuencias graves sobre la salud mental de una proporción importante de jóvenes y trabajadores.

Es claro que por ahora la humanidad es incapaz de trabajar junta. Las brechas étnicas, de desarrollo, religión, ideología y geografía no se han superado tanto como para lograr respuestas universales a las amenazas comunes. Es más, en pandemia no se consideró siquiera reducir las tensiones geopolíticas: se incrementó el riesgo de que Asia, el Pacífico o Europa se conviertan en estopines de una nueva y última guerra mundial.

La economía tampoco estuvo bien: caída económica enorme, retroceso del ingreso por habitante, del empleo, del ahorro y auge de la pobreza global que no veíamos hacía una generación. Inicialmente, la demanda cayó en todo el planeta, y la inflación con ella. Las tasas de interés, muy bajas y los consejeros multilaterales de los gobiernos, acicateándolos para que gastaran más, aspectos que indujeron a los países al endeudamiento manteniendo un cierto nivel de consumo de subsistencia, pero causando un inédito efecto de olla a presión que hoy estamos padeciendo. Se reanimó la demanda, pero vino el cierre tardío de China con la escasez de contenedores y de capacidad en las rutas marítimas para transportar lo normal más lo acumulado durante la parálisis. La guerra en Ucrania y la dependencia europea de gas y petróleo del invasor ruso dispararon los precios de la energía; estos, los de los fertilizantes, y ellos, los de los alimentos. Resultado: inflación en EE. UU. cercana al 10 %, la más alta desde 1981. Igual camino han seguido los precios en China, Europa, Rusia e India. Latinoamérica, con Colombia, ronda esos mismos niveles y todo el mundo sube aceleradamente sus tasas de interés. No gasten más, no presten más, no más generosidades, dicen los mismos que recomendaban lo contrario hace doce meses. La inflación, las altas tasas y un nuevo pico viral apuntan a una contagiosa recesión en EE. UU.; las monedas de los demás se devalúan porque, en un ejercicio escolástico, los dueños del capital se refugian en la moneda del que va para la recesión, el dólar, pero que representa el mercado más grande y resiliente del planeta. Hasta el euro ha estado más barato que la moneda norteamericana.

Sin embargo, pueden verse tres novedades positivas: 1) la perspectiva de recesión de EE. UU. ha desmontado las expectativas de muy altos precios de la energía por lo menos para el área de influencia americana; hay descensos en combustibles, fertilizantes y alimentos; 2) la inflación básica, sin alimentos ni energía, cede; 3) las expectativas de inflación de largo plazo son menores, mostrando confianza en los bancos centrales.

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