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Brasil: presidente contrajo el virus, y apenas sí me di cuenta

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Por Vanessa Barbara

Muchas familias brasileñas, como la mía, están atrapadas en una cuarentena implacable sin final a la vista. Con las escuelas cerradas, los padres deben cuidar a los niños (en mi caso, una niña de 2 años) mientras trabajan desde casa, cocinan, limpian y se mantienen razonablemente cuerdos.

A menudo es una carga tan pesada que tengo la impresión de que el mundo exterior ya no existe. La vida se ha reducido a una ronda diaria de cocinar arroz, rellenar el filtro de arcilla, cambiar pañales, cortar las uñas diminutas de pies, recoger juguetes del suelo. Es casi como si me hubiera convertido en un ama de casa de los años cincuenta.

Si bien algunas personas han decidido limitar el consumo de noticias durante la cuarentena, otras han sido aisladas por la fuerza del resto del mundo. Hoy, cinco meses en cuarentena, puedo leer las noticias solo después de que mi hija se haya ido a dormir. Así que no fue hasta la noche del 7 de julio, medio día después de su diagnóstico, que supe que nuestro presidente tenía coronavirus.

No fue una sorpresa, dado que el presidente Jair Bolsonaro ha desafiado públicamente las reglas de distanciamiento social desde el comienzo de la pandemia. Ha asistido a varias manifestaciones en apoyo de sí mismo y en contra de las medidas de cierre, y ha reunido en repetidas ocasiones pequeñas multitudes en panaderías y farmacias cada vez que va a hacer un recado. Su descarado desprecio por la pandemia finalmente trajo resultados: logró infectarse y hundir al país en la catástrofe.

Brasil es ahora el segundo país más afectado por detrás de Estados Unidos, con tres millones de casos y más de 100.000 muertes. (Es probable que las cifras reales sean más altas, porque nuestro sistema de pruebas está lejos de ser excelente). Desde principios de junio, hemos reportado constantemente el número más alto de muertes diarias por covid-19 en el mundo, que ronda los 1.000.

En todo momento, Bolsonaro ha sido indiferente, incluso hostil, al sufrimiento de la gente. Cuando un periodista confrontó al presidente con la asombrosa cifra de muertos en el país hace meses, respondió: “¿Y qué? Lo siento. ¿Qué quiere que haga?”.

Así que parece apropiado que él viva lo que tantos han soportado bajo su supervisión: un roce con el virus. Aun así, la reacción entre los brasileños fue mixta. Algunos deseaban fuerza al presidente; otros hicieron lo mismo con el virus. Pero parecía que la mayoría de nosotros, en un estado de ánimo crónicamente abatido, éramos indiferentes a la noticia.

No es que la ausencia del presidente importara mucho: en todo el país, el número de casos y muertes siguió aumentando. Bolsonaro ni siquiera se disculpó por no usar una máscara o ignorar las medidas de distanciamiento social en los días previos a que se volviera sintomático, actuando como un importante vector de transmisión. No podría importarle menos. Durante su cuarentena, apareció en una foto ofreciendo hidroxicloroquina a un emú en su jardín, como si todo fuera una broma. A ella atribuyó su recuperación, aunque los científicos no han encontrado evidencia de que el medicamento funcione en pacientes con covid-19. Días después se sintió débil y comenzó a tomar antibióticos para una infección pulmonar. En este momento, aparentemente está bien. Y eso es todo. La experiencia no le ha enseñado nada ni le ha traído consecuencias.

Me perdí de todo esto. Estaba demasiado ocupada cocinando y limpiando y cuidando a mi hija. Julio fue un gran mes para ella. Por primera vez hizo pipí en el baño y pasó de tetero a vaso. Hubo otros asuntos que me tuvieron ocupada.

Es difícil enfocarse en el mundo de afuera. En cambio, a medida que los días se convierten en meses y el cansancio se vuelve la nueva normalidad, nos aferramos a la promesa de una vacuna. Al menos hay un lado positivo en estar tan ocupada con tareas interminables y tener la puerta siempre cerrada: no tenemos tiempo para llorar nada. Seguimos adelante.

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