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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

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Candidatos y candidotes

Por Ernesto Ochoa Moreno

ochoaernesto18@gmail.com

Me gustan las etimologías. Ayudan a entender el sentido de las palabras, lo que éstas significan y los matices escondidos en su repliegues, detrás de los cuales se camuflan grandezas y miserias. Y como ya está alborotado el cotarro político de cara a las elecciones presidenciales, no está de más dedicar un comentario al vocablo que a muchos desvela, la palabra CANDIDATO.

Los candidatos se creen ungidos por el destino y proclaman razones (incluidas hojas de vida hechizas o reales) para ser elegidos, pecando a menudo de CANDIDOTES; y sus seguidores políticos (más candidotes estos) los halagan cándidamente y apoyan sus sueños y vanidades políticas.

Como se ve, candidato y candidote suenan parecido, entendido este último como el ingenuo, el fácilmente engañable. Vienen los dos vocablos del adjetivo latino “candidus”, con la a acentuada, que significa blanco brillante, resplandeciente. También, en sentido figurado se aplica a algo o alguien puro, limpio. Y son varias la palabras que merodean esta etimología, como candor, incandescente, candente. En español, por esa curiosa distorsión que con el tiempo pervierte los vocablos, cándido terminó usándose para adjetivar a alguien que carece de astucia y, en sentido figurado, a una persona simple, poco advertida, como dice el diccionario, señalando (para que no queden dudas) que es sinónimo de bobo. Por el contrario, si algo caracteriza a los candidatos de nuestras lides electorales es, precisamente, que muchos de ellos -no todos, por fortuna- son vivos, astutísimos y que dejan muchos pelos en la gatera a la hora de ser evaluados o avalados.

Siguiendo con la etimología de la palabra, es bueno recordar que entre los romanos quienes aspiraban a un cargo público, y por ello sometían sus nombres a las urnas, vestían una toga blanca, que los identificaba ante los votantes. Era como si los candidatos, vestidos de blanco, estuvieran diciéndole al pueblo que eran limpios, que no tenían nada que ocultar. Hoy por hoy, con las poquísimas excepciones que confirman la regla, la política como búsqueda del poder está hecha de triquiñuelas, de falsedades, de juegos sucios, de promesas para pescar incautos. La toga blanca de los candidatos se ha cambiado no ya por las tradicionales camisas rojas y azules, sino también por camisas verdes, amarillas o de otros colores que brotan de la mezcolanza de colectividades agotadas, de credos políticos indefinidos, de descarados transfuguismos partidistas, de mesianismos inconfesados, de indeseadas presencias emergentes

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