Ahí estaban frente a mí. Dos ídolos: Joan Manuel Serrat — cuya música forma parte de la banda sonora de mi vida — y Joaquín Sabina — cuyo realismo e ironía llegué a apreciar en mi última década. Conseguí muy buenos boletos para el concierto en Miami y tenía a los dos cantantes a solo unos metros. Estaba feliz. Pero, de pronto, algo me brincó.
Estaba rodeado de fanáticos — parados, bailando y tan emocionados como yo — pero en lugar de escuchar el concierto, lo estaban grabando y tomaban fotos en sus teléfonos celulares. Serrat y Sabina, por supuesto, se daban cuenta de lo que estaba pasando. Qué triste, pensé, venir de tan lejos para cantarle a celulares.
Un par de años después, en una entrevista, le pregunté a Serrat sobre esa noche. “No está...