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Ahora, no es sorpresa para nadie, el lugar en el que se refugiaron por exigencia de Israel es también bombardeado por Israel. Es y será una carnicería cuando, además, lo ataquen por tierra.
Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
Rafah, una pequeña ciudad de la Franja de Gaza, vecina de Egipto, es el último de los territorios sumidos en el infierno de la guerra en Medio Oriente. Su valor —y su desgracia— está en su ubicación, en el sur del territorio palestino, que por algunas semanas pareció ser el único refugio ante las órdenes de evacuación de Netanyahu y el bombardeo indiscriminado de su ejército. Abandonen todo y vayan al sur —dijo el gobierno de Israel— mientras desataba el apocalipsis en el norte y el centro de la Franja.
Millones de palestinos obedecieron y aquellos que pudieron escapar, entre las ruinas de sus hogares devastados, de sus hospitales devastados, de sus escuelas devastadas, de su nación devastada, lograron asentarse en carpas en Rafah y los alrededores. Ahora, no es sorpresa para nadie, el lugar en el que se refugiaron por exigencia de Israel es también bombardeado por Israel. Es y será una carnicería cuando, además, lo ataquen por tierra.
En esta masacre, que supera los 30 mil muertos desde el ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre, se han terminado los adjetivos para narrar y denunciar la barbarie. Se han quedado sin palabras los civiles palestinos y las organizaciones no gubernamentales y los médicos. La ONU no encuentra el camino para detener el horror. Las operaciones humanitarias están frágiles y con el ataque a Rafah quedaron al borde de la muerte, dicen los funcionarios de más alto nivel de las Naciones Unidas.
Que se bombardee una ciudad de refugiados que ya no tienen a dónde ir, hacinada y sin alimento suficiente, es el más reciente símbolo de la ignominia de este conflicto. Uno narrado y trasmitido en vivo ante el estupor de algunos y la apatía de otros. El costo, que ya es insoportable en vidas civiles (más del 70 por ciento), lo pagará Occidente durante décadas.
Washington, aliado fundamental y fundacional del Estado de Israel, sopesa la herencia que dejará la atrocidad que comete Netanyahu. Trata de detenerlo, pero sus palabras son demasiado suaves y sus acciones, insuficientes. Sabe Estados Unidos, como sabe la Unión Europea, que la masacre de palestinos es un espejo en el que se refleja con nitidez su hipocresía geopolítica. Todos los discursos por la libertad y los llamados a la igualdad y las conferencias del mundo democrático quedan pisoteados ante la defensa, o el silencio, en el que se han sumido ante el accionar de su aliado israelí.
Cada tanto, como un globo que pretende desviar la mirada de la tierra arrasada, se suelta la información de posibles negociaciones entre las partes. La ilusión dura poco. Las bombas caen de nuevo y los portavoces del gobierno que las lanza salen a negar en los micrófonos cualquier posibilidad de entendimiento. Que hablen los explosivos. A decir verdad, en este punto, ante el cementerio de inocentes dejado a su paso, incluso el apretón de manos más urgente ya habrá llegado demasiado tarde.