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Dormir con lobos, despertar con escándalos

hace 4 horas
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Por Cristina Plazas Michelsen - opinion@elcolombiano.com.co

Hay nombramientos que definen un gobierno. El de Álvaro Leyva no solo fue una señal de hacia dónde iba la Cancillería, sino una muestra del tipo de alianzas que Gustavo Petro estaba dispuesto a hacer. Las consecuencias, hoy, están a la vista.

Leyva siempre fue el embajador oficioso de las FARC. Durante décadas operó en las sombras, negociando en nombre de la guerrilla, repitiendo sus relatos y justificando sus excesos. Nada de esto era un secreto. Todos lo sabían. Y aun así, Petro lo puso en uno de los cargos más importantes del Estado.

Uno como presidente puede equivocarse con alguien sin antecedentes, pero no cuando el historial es tan evidente. Leyva ha sido un civil al servicio de las milicias. Nunca ha ocultado de qué lado está. Por eso resulta indignante que ahora algunos finjan sorpresa. Si alguien como él conspira, no es una traición: es simplemente coherente con su trayectoria.

Petro, desde que llegó al poder, ha alimentado la narrativa de un golpe blando. Todo el que no está de acuerdo con él es, según su lógica, de extrema derecha. Y ha repetido hasta el cansancio que todos los gobiernos anteriores fueron de derecha, cuando cualquier profesor de ciencia política —de los que enseñan ideologías con rigurosidad— podría confirmar que ni siquiera el uribismo encaja plenamente en esa categoría. Pero más allá de esa discusión, lo importante es esto: esa supuesta “derecha golpista” nunca ha intentado derrocarlo. Lo que muchos colombianos queremos es que termine rápido este caótico gobierno, sin mártires ni excusas, para pasar la página institucionalmente. Respetamos el Estado de derecho y por eso protegemos la democracia, a pesar de quienes hoy la pisotean desde el poder.

Porque si alguien ha atropellado la Constitución, ha violado la separación de poderes y ha promovido una lucha de clases peligrosa, ha sido este Gobierno. Y esas fracturas profundas no las ha causado la oposición, sino sus propios funcionarios. Cuando se rodea de personas como Leyva, Benedetti, Olmedo López o el secretario fugitivo de Palacio, no hay que buscar enemigos afuera: los tiene en casa. Cada uno protagonizó su propio escándalo. Los audios sobre dineros irregulares en la campaña, la operación de corrupción en la UNGRD y ahora las grabaciones que muestran intentos de desestabilización desde dentro del propio círculo presidencial son prueba de ello.

La tragedia institucional no ha venido de los contradictores, sino de las mentiras del oficialismo. De su cercanía con corruptos. De su afinidad con el narcoterrorismo. Porque Petro no solo nombró a Leyva por confianza personal, lo hizo porque sabía que tenía ascendencia sobre las disidencias de las FARC. Desde el primer día lo usó como ficha clave en su proyecto de “paz total”. Leyva defendió públicamente a Santrich, repitió la teoría del “entrampamiento” y fue uno de los principales impulsores para abrirles las puertas políticas a los desertores del proceso de paz. Gracias a esa presión desde el Gobierno, tanto el Estado Mayor Central como la Segunda Marquetalia terminaron siendo reconocidos con estatus político en el marco de la paz total, como si no fueran disidencias armadas sino actores legítimos de negociación.

Ese experimento de paz no ha traído reconciliación, sino miedo. Volvimos a la Colombia de los noventa, a la incertidumbre, a las rutas tomadas por grupos armados, a los pueblos silenciados. Hoy tenemos un candidato presidencial debatiéndose entre la vida y la muerte. Es el retrato más crudo de una política de seguridad fracasada y de un país que, bajo este gobierno, retrocedió décadas.

Ahora se investiga a Leyva por conspirar para tumbar al mismo presidente que lo nombró. Por supuesto que hay que rechazar cualquier intento de golpe de Estado, venga de donde venga. Pero esta vez no se dio. Y si la justicia determina que hubo delito, que lo juzguen y pague. No solo él, sino cualquier otra persona implicada. Sería solo uno más en la larga lista de traiciones al país y de delitos que acumula.

Ojalá esto no sea el inicio de la narrativa que buscan construir para victimizar al presidente y justificar su permanencia en el poder más allá del mandato constitucional. Porque cuando los gobiernos se sienten acorralados por sus propios errores, la tentación de inventarse enemigos para perpetuarse suele ser muy fuerte.

Lo que no puede pasar es que este episodio se convierta en una cortina de humo para distraernos de otros asuntos graves que el Gobierno debe aclarar de inmediato. El principal: la posible reunión de Petro con alias Fito en Ecuador.

Una escena así no resulta descabellada. No después de haberlo visto hace apenas unos días en una tarima en Antioquia, rodeado de bandidos. Esa imagen lo dice todo: un presidente que prefiere mostrarse con criminales antes que con las víctimas.

Y mientras el escándalo de Leyva llena titulares, siguen sin respuesta las preguntas más graves. ¿Qué fue a hacer el presidente Petro, en mayo, a Manta, Ecuador, en una “agenda privada”? ¿Por qué se reunió en una mansión vinculada —según informes de inteligencia— con alias Fito, el capo de los Choneros? ¿Fue a pedirle a un narco que intercediera con las disidencias para salvar su paz total? ¿Y por qué la Casa de Nariño sigue en silencio frente a eso?

Lo dijo Mauricio Vargas en una reciente columna: sería lamentable que tengamos que esperar a que Fito hable desde una cárcel en Estados Unidos para saber qué demonios fue a hacer Petro a esa ciudad.

La democracia no está en riesgo por los críticos del gobierno, sino por el propio gobierno. Quien se acuesta con lobos, amanece aullando.

¿O será que el lobo siempre fue él?

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